Escáner Cultural

REVISTA VIRTUAL DE ARTE CONTEMPORÁNEO Y NUEVAS TENDENCIAS

ISSN 0719-4757
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Autorretrato recordando

 

RETRATOS: Sobre la (im)posibilidad de configurar una versión pictórica de la memoria en Chile

CAPÍTULO II

Ana Karina Lucero
altazor_2004@yahoo.es

 

El proyecto y los acuerdos

De acuerdo a lo anteriormente descrito, podemos observar los primeros factores u orientaciones que determinaron el proceso de transición chileno. El acápite que acabamos de iniciar abordará someramente los acuerdos políticos que permitieron que se derivara de un régimen autoritario a uno democrático, pero también nos situará desde el quiebre institucional original (si es que resulta pertinente utilizar esta palabra) hasta la “redemocratización del país” que según Godoy, era uno de los compromisos del régimen militar1.

Dicha promesa fue posteriormente reafirmada en un acto público (el Discurso de Chacarillas, episodio que cobró un cariz pavorosamente ritual, acaecido el 9 de julio de 1977). La definición de democracia expuesta por Pinochet en su discurso estaba absolutamente disociada de la concepción ampliamente socializada; ajena por lo demás, a las democracias pluralistas occidentales.

Para Pinochet la democracia debía configurarse como un constructo “autoritario, protegido, tecnificado e integrador”. Con posterioridad a dicha declaración, se produjo una gran difusión de la concepción de “democracia” que el gobierno autoritario se proponía darle al país. Este proyecto tuvo carácter de fundacional, y en él, se pueden encontrar las bases del régimen político que más tarde quedará plasmado en el documento constitucional de 1980.

Según Godoy, la democracia protegida consagrada en la Constitución de 1980, antes de su reforma en 1989, representaba un ordenamiento más democrático y flexible que otras opciones que se barajaban dentro del régimen.

Sin embargo, debe tomarse en cuenta que a partir de los años 1982 y 1983, el régimen militar sufre un duro revés debido a la presencia de una fuerte recesión económica que disparó la tasa de desempleo a más del 25% (afectando fuertemente los programas de empleo vigentes en esa época). Este súbito cambio de expectativas produjo un efecto desestabilizador y provocó protestas masivas activando a la oposición y propiciando un nuevo ideario que llevará al régimen a su extinción.

Por otra parte, la participación de la oposición en el plebiscito fue antecedida por múltiples intentos de perturbación destinados a debilitar al régimen autoritario. Comienzan a actuar, según Godoy, de manera “relativamente unida” desde 1983, a raíz de la firma por parte del Partido Demócrata Cristiano, el Partido Socialista y Radical junto a un grupo de ex parlamentarios de derecha de un documento denominado como “Manifiesto Democrático”2.

El año 1984 fue relevante en la medida en que se produjo un seminario titulado “Una Salida Político Institucional para Chile”, encabezado por Patricio Aylwin en el Instituto Chileno de Estudios Humanísticos (ICHEH)3.

El segundo hecho a destacar, fue el inédito planteamiento de ilegitimidad por parte de Patricio Aylwin en torno a la Constitución de 1980, documento que hasta la fecha era una valla insuperable para la inclusión de la oposición en los límites trazados por el régimen militar.

Posteriormente, el año 1985- marcado por el declive de las protestas y las tentativas por parte de los opositores, de generar un paro nacional-; el principal acontecimiento democrático tiene relación con la suscripción por parte de once partidos, que abarcaba desde grupos de derecha hasta los miembros de la Alianza Democrática del llamado “Acuerdo Nacional para la Transición Plena a la Democracia”, promovido por la Iglesia Católica.

Este acuerdo se convirtió en uno de los consensos democráticos más amplios que ha conseguido el país, el cual cubría un amplio espectro ideológico, reconstituyendo incluso casi todo el arco de partidos presentes en la democracia tradicional chilena. Para llegar a formalizar dicho Acuerdo, las distintas tendencias se habían acercado a fórmulas de consenso, que entrañaban concesiones recíprocas muy importantes.

De esta manera, el principal agente opositor- la Alianza Democrática-; que sostenía en su programa de transición la renuncia de Pinochet y el derrumbe del régimen, la formación de un gobierno provisional, la elección de una Asamblea Constituyente-para aprobar una nueva Constitución- y elecciones para elegir tanto al Presidente de la República como a los parlamentarios, renunciaba a todas estas propuestas para declararse dispuesta a aceptar el marco ofrecido por la Constitución de 1980, pero pidiendo a cambio la aprobación de algunas reformas constitucionales entre las que se encontraban: el término de los estados de excepción y del receso público, el reconocimiento legal de los partidos, la aprobación de una ley electoral democrática y la finalización del exilio.

Como era de esperarse, el régimen manifestó su rotunda negativa al diálogo y a las negociaciones respecto a lo estipulado en este acuerdo.

Es así como en el año 1986 la oposición experimenta los efectos del fracaso de este acuerdo conjuntamente al decaimiento de sus estrategias, debido entre otras cosas, al acercamiento de los sectores medios al régimen y a los episodios violentos organizados por facciones extremas.

Durante el año 1987, la oposición empezó a acomodarse en el marco institucional del régimen. La inminencia del plebiscito, que según estaba consignado en la Constitución de 1980 debía realizarse en diciembre de 1988, ejerció un fuerte ascendiente en la determinación de participar en el proceso político, bajo los términos impuestos por el régimen autoritario4.

A través de una secuencia de acciones asociativas, que provino de todo el arco político, se articuló rápidamente la Concertación de Partidos por el No (febrero de 1988), a la que se incorporaron 17 partidos. Sin contar con que una decisión adoptada por el Tribunal Constitucional determinó que este plebiscito fuese sometido a la ley general de elecciones, facilitando a la oposición mayores garantías (sólo en apariencia).

Una vez que la oposición reparó en que las leyes que el régimen había aprobado, para hacer operativa la competencia política, reunían las condiciones básicas requeridas por los procedimientos democráticos (legislación sobre los partidos políticos, registro electoral, publicidad, entre otras) percibió, que no había obstáculos formales para derrotar al núcleo del Sí que apostaba por la continuidad.

El acto mismo del plebiscito precipita un nuevo proceso a través del cual se va a configurar plenamente el pacto de transición. Una vez ocurrido el plebiscito, el 5 de octubre de 1988, gana el No con el 54,7% de los sufragios y pierde el Sí con el 43,01%. Todos los actores políticos concuerdan que el plebiscito constituyó un acto electoral libre, informado y limpio.

Y así lo confirmó una gran cantidad de veedores electorales extranjeros que asistieron al mismo. Los índices de adhesión a una y otra postura fueron relevantes para la negociación que se desencadenó posteriormente. En la actualidad, nos enteraríamos de la organización de planes y de actos atentatorios contra esta instancia por parte del régimen, quien promovió votaciones dobles y mecanismos de boicot perpetrados por sus agentes.

El régimen autoritario reconoció su derrota y Pinochet vio frustrado su propósito de gobernar ocho años más. Con una constitución plenamente vigente, estalla un rápido y potente movimiento de demandas por reformas constitucionales, negociadas y dilatadas por el dictador saliente por más de un año, reformas que lamentablemente terminaron por legitimar una institucionalidad concebida de facto.

De esta manera, el plebiscito derrotó al proyecto dictatorial de “democracia protegida” y le concedió la victoria a una propuesta opositora que propugnaba una restauración democrática tradicional.
 

Transición: otros enfoques

 

Una nueva mirada al proceso de transición política –y como contrapunto a la propuesta de Godoy- es la que nos entrega Tomás Moulian en su artículo titulado “Las complicidades de la Transición”5, donde señala que lo que ha ocurrido en Chile es una transición desde el autoritarismo a un orden institucional representativo (nomenclatura y ordenamiento muy distintos a los de una democracia); y que según el autor sería la forma más adecuada de evaluar el conjunto de operaciones sociales, históricas y políticas que se han sucedido de los noventa en adelante.

Moulian afirma su premisa señalando que constantemente hablamos sobre nuestra tradición democrática, debido a que de forma reiterada, tendemos a confundir democracia con estabilidad política u orden constitucional representativo, escenarios que no aluden directamente a una fase democrática.

De allí entonces que exprese que la transición a la democracia en Chile realmente no ha comenzado, ya que para él, la democracia es un orden deliberativo donde todo aquello que supone un fin es susceptible de ser transformado, y donde todos los sectores sociales pueden organizarse para luchar por sus intereses y puntos de vista.

Para Moulian la transición está en ciernes, he incluso más, nos señala que aún no ha comenzado. Y no se ha iniciado precisamente porque considera que la cultura chilena está impregnada por un rasgo conservador, por un autoritarismo atávico que se hace patente en la expresión de un Estado vigoroso que se combina con una fuerte obsesión por el orden político.

Esta suerte de ethos conservador ha marcado una transición que no deja espacios para movimientos que buscan generar discursos de trasgresión, ya que se detuvo -convenientemente- en la estabilidad como principio orientador, imponiendo con esta señal su propia derrota.

El autor impugna la idea de una transición pactada y prefiere relevar la idea de una transición impuesta (transición del mal menor, de la complicidad y el silencio); en la cual se han expresado los impulsos fuertes del olvido y la esperanza de reconciliación.

Según Moulian, las sociedades no se reconcilian, no necesitan reconciliarse, ya que no se necesita amar al enemigo para vivir con él. Las sociedades solamente construyen reglas y generan tolerancia cívica, porque las sociedades no son armónicas, sino que están fraccionadas, divididas y deben construir desde allí, no desde una ilusión prefabricada.

Otro enfoque a considerar es el de Carlos Ossa, expuesto en el texto “El jardín de las máscaras”6, donde realiza una lectura en torno a una conjunción más bien inherente -sugerida por el autor- entre transición y memoria, convirtiendo la primera a la segunda, en un problema de pactos y consuelos.

La transición reduce a la memoria -como noción y complexión-; la detiene y la utiliza como monumento o vitrina “de acople” del pasado y opone sus imágenes a un presente tejido de un porvenir depositado en los objetos.

Según el autor, no se trata de establecer un ocultamiento, al contrario, la forma comunicacional de la transición describe las imágenes activándolas desde el exceso y la aceleración colocándolas como eco de las normas neoliberales -que mimetizan el consumo y se solazan en la mantención de la impunidad-.

La transición circunscrita a una modernización que apuesta por la desaparición de lo social y de lo corporal, elabora una anomalía sin consecuencias, apoyada por un sistema comunicativo que esquiva la memoria (mediante la reiteración); porque ésta implica aceptar la existencia de una catástrofe que da espacio e identidad a aquello que está escondido y desintegrado.

Ossa se pregunta en su diagnóstico por el acto de recordar. Ya que no se trata de rememorar imágenes difusas, aisladas de referentes, repletas de incertezas, sino de recuperar un presente negado, que se resiste a las imposturas de lo actual, y que lucha contra el vaciamiento sígnico de hombres y mujeres.

Según el autor, los formatos discursivos de la transición al sepultar los nombres, vencer los rostros y desaparecer los cuerpos, dejan todo “pasado” reducido a insignias y perdones unánimes. De esta manera, defrauda e intimida, ya que se convierte en una transición donde todas las memorias confrontan a una estructura política que no quiere ser tocada por un pasado que retorna.

La memoria aceptada por la transición es la memoria del consentimiento, y debido a ello, el relato asume expresiones grandilocuentes y exageradas, gracias al control del flujo informativo, de los discursos oficiales, la mansedumbre de los periódicos y una megalomanía económica inserta en la sociedad del espectáculo.

Por último, señala que en este contexto : “narrar es proveer de sitio para lo deshecho, hilvanar con palabras usadas y estupefactas memorias frágiles, retener los pedazos desterrados por la lengua de los acuerdos, oponerse a la indolencia de una democracia sin sentimientos trágicos que ha vuelto a la modernización, una forma de barbarie embellecida”7.

De acuerdo a lo detallado anteriormente, podemos subrayar que una transición política sólo es posible en la medida en que sus actores encarnen un comportamiento fundado en el reconocimiento del antagonismo y la divergencia cómo condición básica de la política.

En el caso de lo ocurrido en Chile, la transición estuvo marcada por una inclinación e impronta de refundación, que debía evolucionar en un decurso histórico voluble. Bajo la égida del consenso político, los sucesivos gobiernos democráticos inclinaron la balanza hacia el mantenimiento de la gobernabilidad en desmedro de la participación ciudadana.

Este hecho ha devenido en un divorcio sustantivo que atraviesa las últimas dos décadas y que se agudiza en los gobiernos más recientes, entre la clase política y los demás espacios de construcción social.

Dinámica que se explica por una evidente rutinización de la política, la imposibilidad de distinguir entre proyectos de sociedad expresados políticamente por la clase dirigente-que se deshacen en su inconsistencia e inexistencia-, quienes han convertido a la actividad política en una esfera aislada del mundo social y que sin embargo, obtienen cada cierto intervalo, el premio de consolidarse en una red de poder preestablecida.

Otra de las objeciones que debe ser considerada es que la transición ha arrastrado y ha mantenido algunos enclaves autoritarios, los cuales pueden ser considerados como una manifestación de la presencia de una lógica despótica incrustada en el proceso democrático. Estos enclaves son equivalentes a una herencia recibida y entregada a las fases de consolidación futura.

Los enclaves autoritarios pueden ser registrados- parafraseando a Garretón- en función de tres categorías: enclaves institucionales (relacionados con el sistema electoral binominal, el Consejo de Seguridad Nacional, el Tribunal Constitucional, entre otras instituciones que entorpecen los procesos democráticos), enclaves ético- simbólicos (asociados fundamentalmente al tema del problema del esclarecimiento, reparación y sanción relativa a las violaciones a los Derechos humanos); enclaves actorales (personas que manifiestan dificultades para insertarse en la naciente escena democrática ya que tuvieron algunos grados de simpatía, cercanía o participación en el régimen: sectores de las fuerzas armadas y del poder judicial, empresarios, núcleos civiles de derecha, entre otros).

De esta forma, se observa la presencia de situaciones, instituciones y disposiciones actorales propias del contexto autoritario en el seno mismo del proceso de consolidación democrática. La gestación de un régimen democrático pleno, así, se bloquea frente a la presencia del pasado enclavado en el presente.

Un segundo factor a enunciar, tiene que ver con los problemas de representatividad. Tal como se mencionó antes, una de las condiciones para la activación eficaz y eficiente de la alternativa transicional corresponde a la construcción de una agenda capaz de distinguir entre demanda política y demanda social. La transición, así, debía asumirse como un proceso acotadamente político de reconstrucción de las instituciones democráticas, distanciando para mejores tiempos la satisfacción de las demandas sociales acumuladas durante el período autoritario.

Consecuentemente, esta distinción debía traducirse en un distanciamiento entre actores políticos y actores sociales, siendo los primeros los protagonistas exclusivos y excluyentes de dicho proceso. Y es que sus altos grados de racionalidad, su capacidad de establecer acuerdos programáticos y estratégicos, al igual que su mirada de totalidad y el lugar central que para ellos adquiere el problema del orden, los convertían en los únicos capaces de direccionar un proceso político acentuadamente complejo y precario.

La coalición de gobierno está formada por partidos que expresaron históricamente los principales conflictos de la sociedad chilena, y a los sectores sociales que encarnaban el cambio social. Su responsabilidad de administración del proceso de transición y consolidación, deja a los actores sociales huérfanos de representación en aquello que no se refiere directamente a la transición o les exige subordinar su dinámica a los requerimientos de ésta.

En nombre del realismo, la racionalidad política y la lógica del consenso, el sistema de partidos habría devenido en espacio irrelevante para el conjunto de una ciudadanía que sólo asiste a los cada vez más predecibles actos eleccionarios.

Es en este sentido, que quisiéramos cerrar esta primera parte, señalando que lo que tenemos por delante es sustituir una política del consenso, por una política de la igualdad democrática y la participación ciudadana. La consolidación democrática, así, vendría a ser entendida como el momento final de un proceso transicional ya dado.

Momento final que contiene, por lo tanto, un ordenamiento que debiera trascender a los estrictos objetivos de cambio de régimen político -propios de la agenda transicional-; y con ese impulso contribuir a dirigirnos más bien hacia el camino de la fundación de un régimen democrático pleno (utópicamente pleno, para ser más precisos).

 


1 Debo hacer la salvedad que el texto de Godoy funciona en calidad de estrategia, su utilización me permite desarmar un criterio ordenador mediante la discusión y atracción de ecos externos, como también de otros autores que se cuelan en su lectura y que son mis dispositivos de cuestionamiento.

2 “A mediados de ese mismo año, la unidad producida en torno al Manifiesto Democrático y a las protestas cristaliza en la creación de la Alianza Democrática, a la cual se agregan, además de los partidos citados, los partidos Republicano, Socialdemócrata y la Unión Socialista Popular. Antes de terminar el año 1983 un sector de la izquierda se unió alrededor del Partido Comunista, dando origen al Movimiento Democrático Popular. Este movimiento actuó separadamente de la Alianza Democrática, aún cuando se concertaron para movilizar las protestas, manteniendo una distancia que en definitiva estaba relacionada con la estrategia violentista del Partido Comunista” (ibíd.; pág. 11). Cita extraída por Godoy del texto de Genaro Arriagada, Por la razón o la fuerza. Chile bajo Pinochet (1998), pp. 169.

3 En este seminario acontecen dos hechos a los cuales hay que atribuir una especial significación. El primero es la participación de Francisco Bulnes Sanfuentes, una de las principales figuras de la derecha republicana. En ella propuso la realización de un diálogo entre el gobierno militar, la Alianza Democrática y la derecha democrática. De este diálogo debería surgir una comisión paritaria que definiría las bases de la transición. Tal comisión estaría compuesta por miembros designados, en partes iguales, por el gobierno y la oposición (ibíd.; pág. 11). Cita extraída por Godoy del texto Patricio Aylwin Azócar, El reencuentro de los demócratas. Del golpe al triunfo del No (1998), pp. 260-269.

4 Hay dos hechos relevantes que hacen manifiesta esta determinación. Por una parte, la creación del Comité de Elecciones Libres (CEL), presidido por Sergio Molina, revela la decisión de los sectores democráticos de enfrentar los desafíos que planteaba la fecha emblemática que el mismo régimen había establecido para iniciar la transición hacia la democracia. Las ideas fundamentales que orientaban la acción del CEL eran presionar por la substitución del plebiscito por elecciones libres y competitivas, por una parte, y si esto no fuese realizable, establecer un dispositivo técnico político de control y vigilancia para conseguir que el plebiscito cumpliese las condiciones mínimas de un acto de sufragio libre e informado, por otra.

Pero, además, en segundo término, la Alianza Democrática se embarcó en una campaña de promoción de la ciudadanía, induciendo a la inscripción en el Registro Electoral. En esta campaña participó no solamente el Partido Demócrata Cristiano y el Partido Socialista, sino también un amplio registro de personalidades de izquierda que en ese momento estaban en el exilio (ibíd.; ppp.13-14).

5 Moulian, Tomas: Las complicidades de la transición. En: Escrituras de la diferencia sexual (edición a cargo de Raquel Olea). Santiago. Ed. Lom (2000); pp. 49-51.

6 Ossa, Carlos: El jardín de las máscaras. En: Políticas y estéticas de la memoria (edición a cargo de Nelly Richard); segunda edición. Santiago. Ed. Cuarto Propio (2006).

7 Ibid; pág. 73.

 


Texto desarrollado por Ana Karina Lucero Bustos. Licenciada en Literatura, Diplomada en Estudios de Género y estudiante de Magíster en Estudios de Género y Cultura (Universidad de Chile).

Capítulo II del Texto que consta de 7 partes. Las partes publicadas hasta hoy pueden verse en el link: RETRATOS.

 

Fuente de la imagen: http://www.wkv-stuttgart.de/en/program/2009/exhibitions/subversive/sections/

 

Escáner Cultural nº: 
155

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