MEDITACIONES LIBERTARIAS EL AMOR
Dedales de Oro. Yto Aranda.
MEDITACIONES LIBERTARIAS
EL AMOR
Rodrigo Quesada Monge[1]
El anarquismo es, antes que nada, una utopía, o no lo es, nos recuerda el escritor español Tomás Ibáñez[2]. Este abordaje del anarquismo como un ideal, una ensoñación, nos obliga a imaginar una realidad construida con fragmentos de buenos deseos, anhelos, esperanzas y aspiraciones, casi siempre fallidas. Porque, según Ibáñez nuevamente, la realización de la utopía anarquista, haría desaparecer su legitimidad ontológica en nuestra más cercana inmediatez. Dicha utopía, producto de siglos de confrontaciones, conflictos sociales, enfrentamientos, asesinatos, ajusticiamientos, y otros recursos, perpetrados contra los soñadores de todos los pelajes, sólo nos recuerda lo terrible, contagioso y arriesgado que puede ser soñar en el sistema capitalista, cuyos fundamentos están muy bien aferrados a una civilización burguesa, para la cual la realidad, su realidad por supuesto-la cual reposa a su vez, sobre la moral del ahorro, la eficiencia y el trabajo-, es lo único que cuenta; y sólo a partir de ella se puede construir todo lo demás: el arte, el amor, la amistad, la tecnología, la justicia, la libertad y la armonía.
A todo lo largo de este libro, se ha podido notar que la moral burguesa penetra sutilmente, algunas veces, y otras no tanto, en las más sanas intenciones de las personas. Quienes escribieron sobre ella alguna vez, hombres como Adam Smith (quien fuera profesor de moral durante varios años), solo para citar el ejemplo entre los ejemplos, nunca le dieron cabida al desinterés, la espontaneidad, el relajamiento de las costumbres, o la irresponsabilidad, porque, creían a ciegas, que la productividad del trabajo (a propósito, para Smith, el trabajador no era más que una especie de bestia de carga), la creación de mercancías y la obtención del beneficio, solo eran posibles con una férrea disciplina, en la cual no encajaban las más mínimas desarmonías. El ocio siempre fue inmoral, intolerable en todas sus expresiones, para el buen burgués, prendido a sus obsesiones con el reloj, pues cada minuto cuenta en la justa por el rendimiento en el mercado capitalista. Por eso, los socialistas, revolucionarios, libertarios, inmoralistas, ateos, libertinos y proxenetas de todas las procedencias, son considerados como criminales, juzgados, violentados, encerrados y ejecutados, cuando ha sido posible.
El grado de incidencia de la obra de poetas como Sade, Casanova, Byron, Wilde, Baudelaire, Rimbaud, Verlaine o Darío no reside tanto en la relativa calidad de su legado literario, sino en la poesía que lograron construir con sus experiencias personales, pasiones, afectos, emociones, convicciones, aciertos y desaciertos, que se reflejan en una estética, elaborada con retazos de sufrimiento, sacrificio, soledad y desamparo. En estos casos, la opresión moral no cede ni un ápice ante las concesiones que hace la burguesía, para que el poeta no deje de cantar y alabar sus virtudes de clase: ahorro, disciplina y trabajo. Es el maldito y vetusto juego de la zanahoria y el garrote, que también algunos otros poetas han experimentado, en distintas situaciones y bajo condiciones de opresión desdibujadas por un aparato de Estado todopoderoso. Las poetas rusas Irina Tzvetaieva y Anna Akhmatova, nos evocan esa tirantez y tensión insoportables entre crear y sobrevivir. Con ellas la omnipresencia, omnívora, del Estado, renuncia a los límites planteados por la geografía, y nos acerca más bien a una intimidad pocas veces registrada en los anales de la poesía occidental. Esa transparencia y calidez humana son las mismas que se le sienten a Emma Goldman en su autobiografía; no son gratuitas, y se logran atisbar únicamente cuando se ama libremente, sin cortapisas ni límites de ninguna especie.
Pues bien, de lo que estamos hablando es del amor libre. Quien por primera vez se acerca a la autobiografía de Emma Goldman, y lo hace poseído por los prejuicios o por la simple curiosidad intelectual, corre el riesgo de terminar totalmente desilusionado, porque en ella no hay materia prima para los merodeadores o los morbosos. Se trata de uno de los testimonios más importantes de finales del siglo XIX y de. principios del XX. No tanto porque en él se recorran y se cuenten con lujo de detalles, sin caer en la chabacanería o la falta de discreción, ciertos aspectos de sus relaciones amorosas con varios de los más importantes dirigentes del movimiento obrero norteamericano de esos años, sino porque en él se desarrollan algunos de los ingredientes más entrañables sobre la moral anarquista con relación al amor, la amistad, la solidaridad, la compasión y la justicia. El amor libre que Emma Goldman predicaba en aquel entonces, fue siempre más interpretado y peor comprendido, no sabemos si por mala intención o porque el medio era portador de una medianía cultural realmente lamentable. Ella nunca ocultó que amó con fuerza y convicción a unos siete compañeros. Hombres de la talla de Alexander Berckman, sólo para mencionar a uno de ellos, tal vez el más importante en la vida de la gran luchadora rusa, no podían involucrarse con cualquier mujer, y poner en sus manos no solo su destino político, sino también la existencia personal y de ambos como pareja. Ello sin mencionar al grupo de activistas y revolucionarios que los acompañaron durante un largo trecho de sus vidas, y cuyos compromisos con la causa anarquista en los Estados Unidos y otras partes del mundo, nunca tuvo límites.
Emma Goldman fue vilipendiada, perseguida, encarcelada, golpeada, ninguneada, silenciada, ignorada y expulsada del país más democrático de la Tierra, simplemente porque se atrevió a defender con uñas y dientes su derecho personal a vivir la vida que le viniera en gana. Ese gesto de total integridad individual fue siempre muy mal visto en una sociedad para la cual, en su gran mayoría, las esferas pública y privada eran vistas como fácilmente intercambiables. El amor que ella predicaba, y la forma en que lo predicaba (a través de conferencias, charlas, mítines, escritos, y acciones concretas en favor de los pobres y abusados) era sumamente combustible porque, para la sociedad burguesa de su tiempo, el amor solo era factible, entre un hombre y una mujer, dentro del matrimonio, con el único y exclusivo afán de procrear y reproducir la especie.
Cuando Emma nos dice que el amor deber ser libre en todas sus implicaciones, no nos está proponiendo una nueva forma de abordar la promiscuidad, como maliciosamente trataron de insinuar algunos gazmoños en su época. Si el anarquismo individualista de Emma Goldman hubiera estado engarzado con alguna forma de hedonismo, estamos seguros que ella no hubiera tenido ningún empacho en proclamar su defensa y en promover sus bondades, como de hecho podrían tenerlas algunas expresiones del mismo. Sin embargo, la clase de libertad en el amor que Emma Goldman proclamaba y defendía, igual que muchas otras mujeres como ella, residía más en un asunto de emociones, afectos, sexo, pasión y compromiso auténtico con la vida, que con meras prácticas legales o institucionales, tal vez más encuadradas en las estructuras jurídicas que promovían el matrimonio como fin en sí mismo[3].
El amor, como los sueños y las esperanzas de las personas no se pueden comprar, no necesitan protección y no pueden ser encerradas, mutiladas o aniquiladas, mientras haya vida en el mundo. El amor libre se da o no se da. Existe o no existe. No puede ser condicionado por aparatos legales, instituciones religiosas, o compromisos políticos, como ya se vio en uno de los capítulos anteriores, donde tratamos el tema de la familia. En esa ocasión dijimos que, a lo largo de la historia de la civilización burguesa, y del capitalismo como sistema económico y social, el matrimonio fue siempre, y lo sigue siendo, el mecanismo automático más eficiente con que cuentan el empresario, el cura y el burócrata para sostener y reproducir dicho sistema.
Excepcionalmente el matrimonio podría conducir al amor, o viceversa. Pero estas rarezas hacen que la regla adquiera niveles traumáticos, cuando en la sociedad contemporánea, más de la mitad de los matrimonios que se realizan, ya sea por la iglesia o por los juzgados, difícilmente van más allá del umbral del primer año. No es que los hombres y mujeres jóvenes de nuestros días, estén más expuestos a tentaciones reales o cibernéticas; o que los requerimientos sociales, económicos y culturales del presente ofrezcan una más diversa y amplia gama de alternativas de enriquecimiento en todos los órdenes, es que las personas, cada vez se acercan más a una comprensión realmente significativa de lo que son sus sentimientos, afectos y pasiones. Las prescripciones religiosas y jurídicas de estos asuntos pertenecen al pasado y hoy la gente (sobre todo si posee una educación poderosa y efectiva) ha llegado a comprender que el verdadero amor, la amistad y la solidaridad, no residen en las resonancias de la parafernalia matrimonial, o en los requerimientos de la sociedad burguesa por reproducir su opresivo y anquilosado orden de cosas.
La mayor parte del tiempo, el amor y el matrimonio se encuentran en las antípodas de las relaciones afectivas entre las personas. Como detrás de cada compromiso matrimonial hay un fárrago de leyes, principios, evidencias, documentos, obligaciones, pruebas y rituales de fidelidad, que nada tienen que ver con el amor y la amistad que se guardan para sí la pareja involucrada, evidentemente, la espontaneidad, la lealtad y la transparencia salen seriamente perjudicadas. El sacrificio en la alcoba de estos últimos tres ingredientes mencionados, solo prueba que al espíritu humano no se le pueden poner camisas de fuerza, por más en la picota que se encuentren las preocupaciones demográficas o reproductivas de la burguesía y del sistema económico.
Que toda acción verdaderamente amorosa tiene reverberaciones éticas en el corto plazo, en la más apremiante inmediatez de la vida cotidiana, es un asunto que casi no merece discusión. Que el amor motiva al artista, al poeta, al músico, al arquitecto y al verdadero intelectual, es un tema que va más allá de una simple reflexión sobre prognosis vocacionales. No obstante estas cuestiones se dejan de lado por obvias, sin reparar en que su obviedad tiene un sustrato afectivo de serias implicaciones para la construcción de una humanidad más solidaria, libre y productiva. Son las mujeres, sin embargo, las que reparan con frecuencia en la naturaleza afectiva de aquella obviedad. Porque han vivido en su propia piel la naturaleza moral de la ausencia de amor, afecto, pasión y amistad. Sin embargo, la burguesía, la iglesia y el estado se felicitan, porque la mayor parte de esas mujeres están “bien casadas”. Ellas han llegado a parecerse tanto a su personaje, que el simulacro, cuyo alto precio es la encarnación de enfermedades mentales convertidas en la mejor evidencia de su sacrificio, contamina toda la vida de estas mujeres y las torna volátiles, insustanciales, apenas aptas para las pasarelas de carnicero que es la opción por el matrimonio, la única que la sociedad burguesa les concede para darle sentido a sus existencias.
Emma Goldman combatía el matrimonio porque detestaba el simulacro. En la lucha por la supervivencia, muchas mujeres fueron obligadas a simular. El disfraz, la mascarada, el gesto y la mueca forman parte de la tiranía cotidiana que supone la construcción de un matrimonio “que funcione”. Mientras tanto se postergan los aspectos esenciales que configuran la relación de pareja: el amor, la amistad, la solidaridad, la esperanza, los proyectos compartidos pero nunca confundidos, y sobre todo la alegría de vivir. Como el matrimonio burgués está concebido como una empresa, un acuerdo financiero, apuntalado por la gestación y crianza de los hijos, una vez que los afeites con los cuales se busca hacer atractivo el negocio desparecen, se diluyen como por encanto, la magia del primer embrujo se evapora, y con ella la agenda matrimonial.
Todos los adolescentes de la burguesía occidental son criados en la idea del matrimonio, pero al mismo tiempo están bañados en una atmósfera romántica mantenida por sus lecturas, por los espectáculos y por mil alusiones cotidianas, en las cuales se subentiende poco más o menos que la pasión es la prueba suprema, que todo hombre debe un día conocerla y que la vida sólo puede ser vivida plenamente por los que “pasaron por ahí”. Y la pasión y el matrimonio son por esencia incompatibles. Sus orígenes y sus finalidades se excluyen. De su coexistencia en nuestras vidas surgen interminablemente problemas insolubles, y ese conflicto amenaza permanentemente a todas nuestras “seguridades” sociales[4].
No es nuestra intención en este capítulo hablar de la crisis del matrimonio, para lo cual todos los días se publican toneladas de libros, se realizan seminarios, simposios, y se montan miles de conferencias con el afán de que la pareja de recién casados, entienda la importancia del amor, la pasión y los sueños compartidos. Toda esta abrumadora carga pedagógica busca enseñar algo que no se puede transmitir, a no ser que se produzcan ajustes esenciales en el inconsciente colectivo de nuestras sociedades contemporáneas. Porque el matrimonio reposó hasta hace muy poco, en tres ingredientes funcionales que buscaban articular una respuesta silenciosa a la falta de pasión y verdadero amor. Las obligaciones sagradas, sociales y religiosas que siempre supuso, para llevarse a cabo, han retrocedido al nivel de las meras convenciones, y no le ha quedado más que la osamenta de una empresa simple y llana.
Despojado de esos atributos, el matrimonio perdió su pretendido vínculo mitológico con los fundamentos vertebrales de la cultural occidental y degeneró en un insulso trámite judicial o religioso, para legitimar el sexo en vista de hieráticas prescripciones morales, estatuidas por organismos eclesiásticos que han hecho de la castración algo institucional. Como el amor pasión y el matrimonio se hablan de espalda, toda la cultura occidental ha buscado, a lo largo de la historia, tender puentes y medios de contacto que restituyan esa comunicación mutilada y asfixiada en incontables ocasiones, con medios distintos y en aras de no perder de vista que la celebración, el Ágape no siempre termina salvando a Eros[5]. Es un asunto de la mayor urgencia, llegar a comprender que la restitución del Amor, así con mayúscula, en los intersticios más privados de la falta de comunicación entre las personas, hoy en día, sólo puede lograrse cuando estas hayan remontado el bloqueo que les produce la intolerancia, el egoísmo, el fanatismo y la indoblegable necesidad de controlar el mundo según sus antojos[6].
Del amor caballeresco, cuyas resonancias medievales no siempre explican su ausencia contemporánea, al amor cibernético de nuestros días, que sí explica la inexistencia de caballerosidad, ternura, solidaridad y compasión, frente a una computadora, no media únicamente la racionalidad cronológica de la historia, sino la pérdida total de la lógica de la misericordia, en las relaciones entre las personas. Nuestra sociedad involucionó aterradoramente, ahí donde la expresión de cariño, el gesto amistoso, el amor pasión, se embutieron en el espectáculo cotidiano de exhibir las nimiedades más recónditas de las personas en las llamadas redes sociales. Es por esta razón que el amor cortés, el amor caballeresco nos sigue imprecando en el presente, porque sus capacidades subyacentes para generar mitos, misterios, leyendas y pasiones, sigue estando muy por encima de la inmediatez, la frialdad, y la oquedad de un encendido y apagado impersonalísimos. En la Edad Media el desvalido no solo quería ser rescatado, sino también amado. Hoy, el desvalido solo quiere ser rescatado. Este empobrecimiento en el desarrollo histórico de las emociones, magistralmente registrado en una obra como Don Quijote, podría ser el resultado del triste desprestigio del amor, o del inesperado e incomprendido deterioro de la privacidad.
Frente a la gélida pantalla de una computadora, el hombre y la mujer contemporáneos resuelven su desnudez sin que medie el contacto físico, solo la sensación de que la mirada del otro lo hace posible, nada más. Esta vagarosa premeditación en el contacto carnal, imposibilita la realidad real del mismo y lo vuelve pura mitología, pura fantasía, haciéndonos creer y participar en el ensueño de que con el frenético teclear de un teléfono móvil, una tableta o una computadora portátil estamos aprehendiendo ese trozo de realidad que yo requiero mágico para poder seguir viviendo, aunque el amor haya desparecido totalmente de mi vida. Esta es simple y sencillamente la hora de la soledad más absoluta. Los suicidios, las neurosis y las nuevas patologías invocadas por las recientes tecnologías de la comunicación, son el producto de que la gente joven particularmente, ha convertido a la distancia en un nuevo sistema filosófico, a través del cual busca explicar y justificar el porqué les cuesta cada vez más expresar sus sentimientos cara a cara[7].
Aunque creyendo que el conocimiento y el amor pudieran parecerse alguna vez, la tenebrosa sensación de aislamiento, ubicuidad y parálisis frente a los nuevos aparatos cuando éstos no funcionan, solo provocan la compasión transitoria de quien posee y puede elegir aparatos más eficientes. Esta precaria y exigua solidaridad, es con frecuencia enfocada por instituciones que han perdido su perfil social, y se han convertido en supermercados atendidos por personal increíblemente bien calificado. Ironías como estas las genera un sistema económico que ha hecho de sus contradicciones y aberraciones de largo plazo, meras desilusiones de corto plazo. El sistema educa a la juventud, y es perfectamente consciente de ello-en virtud de que se esmera por promover la autofagia emocional-, para que no tenga ninguna tolerancia a la frustración. Si el hombre y la mujer jóvenes no permanecen perennemente frustrados, la solución implica una salida traumática del mercado, el cual avizora como imperdonable que la gente no adquiera el último dispositivo que le permita saldar, precisamente, esa misma frustración. Este círculo vicioso, este deambular neurótico es el nuevo mecanismo de acumulación emocional propuesto por un sistema económico que ahorra hasta el último centavo en el presente para poder despilfarrar en el futuro.
Para el sistema económico el amor no tiene pasado, por eso reniega, cuantas veces puede, de que la nostalgia, la melancolía es cosa de locos. El nostálgico es víctima de la bilis negra, hay que encerrarlo. Porque la prisión encierra no solo el cuerpo del poseído por la nostalgia, sino también encarcela sus sentimientos, sus afectos, sus ideas, y, esencialmente, su historia[8]. La prisión es el mecanismo más atroz para silenciar la expresión fuerte y consentida de quien siente que su vida es la mera transición entre un crimen y el siguiente[9]. Toda la codificación penal occidental, con sus monstruosidades institucionales, tales como la pena de muerte, busca desorientar al nostálgico, aturdirlo, porque sus padecimientos son peligrosos, son contagiosos, en tanto que la melancolía es una enfermedad ubicada en el ayer, el ámbito más untoso y aterrador en el que pueda pensar la burguesía, por ejemplo. Es en estos casos, cuando la contradicción con la cual pretende sobrellevar su vida el buen burgués, revela toda su crueldad, porque obras como En busca del tiempo perdido de Marcel Proust[10], son, precisamente, un retablo perfecto del poder de la memoria, la cual es el sustrato, es el mercurio del que está hecho el amor pasión. Lo mismo podría decirse de El gato pardo de Lampedusa[11], y de El mundo de ayer de Stefan Zweig[12], obras que son el producto bien diseñado de un sentido muy desarrollado de la melancolía. La época dorada de la seguridad se ha evaporado[13], hace tiempo no está con nosotros, y nos ha dejado con el corazón y las manos henchidos de promesas, con preguntas para las cuales solo el amor tiene respuestas.
Una humanidad más insegura, más desamparada, hambrienta y guerrerista que nunca ha renunciado, por unos cuantos botones tecnológicos que apretar, a los aspectos esenciales de la persona. Y los grados de objetivación en que ha caído esta última, inevitablemente, nos hacen preguntarnos: ¿puede la memoria salvarnos el presente? O al menos, ¿puede la memoria, devolvernos los sentimientos, los afectos y los quehaceres, mediante los cuales, en el pasado, se podían producir cultura y construir sociedad? La retrógrada idea de que toda expresión nostálgica de civilización nos conduce insoslayablemente al pensamiento de la derecha, es fascista, retardatario y conservador, le pertenece a la principesca conceptualización de la memoria, que sólo busca en ella una forma de aprisionamiento de lo que pude ser y no fue. En este caso es reaccionario aquel que sueña con los escarceos que tuvo alguna vez el pensamiento socialista (de cualquier signo eclesiástico) con el futuro y la esperanza. En la cultura occidental la lógica de la nostalgia, se introduce en todos y cada uno de los poros de su quehacer civilizatorio. El siglo de la revolución científica es inconcebible sin Newton. Pero también lo sería sin Robert Burton. Igualmente, el siglo de Nagasaki lo sería también sin Einstein y Freud. ¿Explica entonces, la sinuosa trayectoria de la tecnología, el grado de penetración de nuestra cultura en la elaboración de sentimientos y emociones? Si así fuera, los robots desde hace rato serían los dueños del planeta.
Quien hoy procura legitimar la brutalidad, el crimen, la corrupción y la espantosa desazón que trae consigo la violencia en general, es simple y sencillamente porque es dueño del poder, o, al menos, de parte de él. El amor solo reclama y logra recuperar sus engarces con la realidad, cuando ésta ha dejado a un lado sus reverberaciones violentas, sus mortificaciones de la naturaleza y sus manipulaciones de los seres humanos. No es posible justificar nuestra sordera hacia el amor pasión, en cualquiera de sus expresiones, argumentando que la realidad cambia conforme el ser humano avanza y se vuelve más la víctima pasiva y propiciatoria de los excesos de la tecnología. El amor pasión, hacia una persona, una causa, o una abstracción, reclama su vuelta a la realidad, o el desasimiento de la misma, cuando ésta ha dejado de ser el deux et machina que todo lo explica y lo justifica. La realidad es el intruso malquerido y malqueriente en los sueños que provoca el amor pasión.
Las abundantes historias de amor sobre las cuales podríamos hablar largo y tendido-propósito que no es de este texto-, tienen a su haber la esperanza generada, en otros seres humanos, de que el ejemplo es posible y puede extenderse indefinidamente. Las historias de Romeo y Julieta, Karl Marx y Jenny Westphalen, Oscar Wilde y Lord Alfred Douglas, Paris y Elena de Troya, Bakunin y Netchayev, Bolívar y Manuelita, no tendrían sentido para nosotros en el presente, sino fuera por su capacidad de provocar emulaciones por cientos. Estas historias son el ejemplo clásico no tanto de lo que pueden hacer el amor, la amistad, o el compañerismo sino también de las capacidades destructivas del ejercicio del poder, cuyas potencias manipuladoras llegan hasta los pliegues más íntimos del lecho de una pareja de enamorados, o bordea los entretelones más siniestros de la intolerancia y el despotismo. El amor y la amistad, tanto como la solidaridad y la compasión, se ejercen libremente ahí donde el poder, la autoridad y la prepotencia han sido erradicados de manera definitiva. Pero alcanzar semejante objetivo es tarea diaria de todas las personas, puesto que el ejercicio de la libertad demanda de los individuos y de los grupos una dosis cada vez mayor de imaginación, intuición y valentía para que la reconciliación con la naturaleza y otros seres humanos, no llegue al paroxismo de la nostalgia por el futuro. En cuyo caso las personas han perdido la memoria y solo tienen esperanzas.
A riesgo de ir contra la corriente no se construye el futuro solamente con las manos llenas de sueños. Las utopías son el aspecto más concreto y realista de la capacidad de ensoñación de los seres humanos, solos consigo mismos, o en grupos de personas movidos, inspirados, provocados, impulsados por su inspiración para modificar la historia. Pero la libertad de amar se ejerce cuando la telaraña del poder ya no existe. Los sentimientos y las pasiones, la inspiración para crear y amar, trabajar y procrear, compadecer y educar, solo pueden fructificar en sociedades que han roto sus barrotes físicos y emocionales. La paradoja del amor en sociedades jerarquizadas, y por ende oprimidas y chantajeadas, es que ejercita su libertad, ahí donde prevalece el miedo, viaje y se mueve con total independencia, ahí donde el autoritarismo dice lo contrario, se despliega sin prejuicios y remordimientos, ahí donde instituciones como el Estado y la Iglesia, piden recato y gazmoñería. Toda expresión jerárquica, autoritaria y verticalista existe porque existen también las máscaras, el ocultamiento y las dobleces en cuestiones éticas, estéticas y afectivas. En el carnaval de las ficciones y las poses que le dan sentido al quehacer de los estados y las iglesias, el amor, la belleza y la espontaneidad son insoportables. La pasión, el erotismo y la sexualidad siempre serán subversivos, para organizaciones sociales cuyo único soporte moral reposa sobre el orden, la disciplina, el trabajo, y la gestación de resultados, sin importar las condiciones económicas y sociales en que éstos se den.
Por eso decía Malatesta, irónicamente, que la máxima expresión del orden es la anarquía, por su total ausencia de orden como tributo al hieratismo, la improductividad, la ausencia de espontaneidad, y la total incapacidad de amar que predomina en sociedades sujetas, victimizadas por la voluntad de los poderosos. Las prerrogativas del silencio, el mutismo total, que se practica en las sociedades autoritarias, sean burguesas o proletarias, le pertenecen al Estado, porque éste está constituido por una maquinaria donde la estupidez reemplaza a la imaginación, la inoperancia a la creatividad, el pragmatismo a la espontaneidad, el racionalismo a la pasión. Jalonada por sus crímenes, ausencias, y falta de efectividad, la historia del Estado, es la historia de los arribistas, de los oportunistas y testaferros de los ricos y poderosos, en demanda de unos cuantos mendrugos que se caen de sus mesas. Aquí el erotismo se transmuta en vulgar lujuria, la pasión en mera sensación, el amor en simple apego, y la autoestima en nada más que solitario onanismo.
No existe ninguna fórmula positivista para cambiar esta situación. O al menos para alterarla. La historia está repleta de casos y cosas relacionadas con los intentos demenciales de los reformistas por lograrlo, pero el fracaso más sonado es siempre su retribución. Mientras dos millones de personas están al borde de morir de hambre en Somalia, ¿qué oportunidad tienen las reformas para canalizar efectivamente la solidaridad hacia esas personas? ¿Será posible que el amor contemplativo de las iglesias apenas roce esta clase de escenarios? La frustración, ya lo hemos dicho, no es un apelativo simplemente en la civilización burguesa. Y en las sociedades proletarias nunca se remontó la frontera de las buenas intenciones, por más que un autor tan respetable como Domenico Losurdo, trate de hacernos creer que el estalinismo no fue realmente como siempre intentaron pintarlo en Occidente[14]. Toda dictadura es una forma clínica del desamor. La dictadura reposa en todos los antónimos imaginables del amor. Se sostiene y se reproduce con el miedo, la desafección, la falta de solidaridad, la traición, el espionaje, la impudicia de vigilar la vida privada de los demás, la insolencia, la prepotencia y el autoritarismo. No existe expresión más absolutamente dialéctica del desamor que el terrorismo, como veremos más adelante.
El automatismo de relacionar el amor con la cama limita los grandes logros afectivos de la humanidad, a las contracciones de un orgasmo. La cama, como la alcoba, la música y todo lo relacionado con la etiología del amor, dejan por fuera la veracidad de los instintos y los remite a un aparato conceptual que no explica, en realidad, la fuerza afectiva de la humanidad para la creación, la imaginación y la amistad. El siglo de las luces (XVIII) es al mismo tiempo el siglo de la voluptuosidad, el goce y los deseos. La burguesía ha buscado reabastecerse de nuevos espacios dentro de su propia casa, para convertirla en una sumatoria de sitios cercanos pero alejados, mientras estén ocupados por el matrimonio, los hijos, la servidumbre y los huéspedes. El tránsito de los torreones y los almenares a la casa burguesa, amplia y ventilada, promueve también el viaje hacia el aseo personal, en un momento cuando el baño pasa a convertirse en materia erótica, escenario de frivolidades y placeres ruidosos hasta el escándalo[15]. Recoger toda la producción de literatura erótica en ese siglo capaz de imaginar mil y una formas del placer, sería un asunto de nunca acabar. Es en este siglo, precisamente, cuando la burguesía aprende por ella misma y le enseña al mundo, como tolerar el fasto de los ricos, y las limitaciones de la pobreza, sin reparar en los ángulos racistas, aislacionistas y discriminatorios que pudiera tener su actitud política, cuajada en revoluciones que modificaron muy poco para dejar todo igual. La cristalización del nacimiento del libertino, del burdel y el descubrimiento del cuerpo, bambolean a la moral burguesa entre la figura de Sade y la de Robespierre, es decir, entre ambos extremos de la tolerancia. En el medio, el sarcasmo de Voltaire anuncia el arribo de un liberalismo pacato y recogido sobre sí mismo.
El amor, el afecto, los sentimientos, las pasiones, el erotismo son los distintos nombres que puede portar la subversión. Porque el amor no tolera el autoritarismo ni el servilismo[16]. De aquí que pueda sostenerse que no hay emoción más rebelde y contundente en materia ética y política que el amor. Puede sostenerse, junto a los grandes erotómanos del siglo XVIII, que las utopías imaginadas por los enamorados son lo más cercano al ideal anarquista, no tanto por sus evanescentes acentos políticos y sociales, difíciles de estructurar, sino, esencialmente, por su poder de evocación, de la capacidad creativa de los involucrados en el ejercicio de la libertad. Los enamorados crean y se recrean diariamente, en una especie de simbiosis dialéctica que deja intactas las individualidades y los proyectos. No hay nada ideológico en el umbral metafísico con que un enamorado vislumbra al otro. Porque en el ejercicio de la libertad, los afectos compartidos, tornan etérea la realidad y vuelven concreta la ensoñación. Hay que estar muy enamorado para imaginar utopías, como bien lo demostraran en su momento hombres y mujeres como Shakespeare o Anäis Nin.
El sueño de cada día en la vida cotidiana de los seres humanos, es más auténtico y poderoso que las grandes edificaciones teóricas imaginadas por revolucionarios y soñadores profesionales. Y esos pequeños sueños, esos diminutos enamoramientos, hacen más insondables e inescrutables las posibilidades del totalitarismo, en virtud de su inaccesibilidad para el burócrata y el funcionario, el cura o el empresario, quienes creen que solo los grandes sueños son aprehensibles. Es inmarcesible el amor, además, cuando los dictadores, los empresarios y los curas quieren controlarlo para que viaje en una sola dirección. Carece de sentido para el dictador convencer a los enamorados de lo equivocados que están, según él. Porque los gestos del dictador, igual que los del genuflexo, el cura y el funcionario, son impulsados por motivaciones externas, ajenas y desasidas de toda pulsión interna. Desamorizado el dictador, busca a tientas la mejor forma de aniquilar a los enamorados. Esto es imposible, ya se sabe. Porque mientras existan rebeldes en la faz del planeta, habrá enamorados. Este es el tributo que el amor le paga a la libertad. Un exvoto rebosante de moral revolucionaria, de moral libertaria, diseñado para que los enamorados hagan posible su sueño cotidiano. Si se quiere, entonces, con el anarquismo de inspiración cristiana, al estilo del fomentado por Tolstoi, es posible argumentar, que la mejor moral posible es la moral de los enamorados.
El buen burgués, el dictador y el cura quedan así excluidos de la moral del amor. Ellos más bien están poseídos por una erótica en la que el objeto libidinal exhibe su exterioridad desde la ética del ahorro, el ejercicio del poder y las rutinas del confesionario. Todo esto queda muy debajo de la libertad experimentada por los enamorados, eternos rebeldes, subversivos cotidianos en una forma de vida reducida cada vez más, a ser el privilegio de unos cuantos. Grandes rebeldes enamorados como Romeo y Julieta, Tristán e Isolda, Bolívar y Manuela, les producen un miedo pánico a los maniáticos del orden. Pero el enamoramiento revolucionario no es el privilegio de los jóvenes. Porque se mueve en las esferas intersticiales donde se cruzan la libertad y el sometimiento. A este nivel, la edad no existe. Los enamorados que envejecen practicando la simbiosis dialéctica de su individualidad libertaria, jamás dejan de ser jóvenes. Se funden sin dejar de ser individuos. Lo que posibilita una alegría de vivir totalmente desconocida para quien vive obsesionado con el orden, el poder y el pecado. Este es el momento cuando el amor perdona a la muerte, no al revés.
Descorrer el velo que existe entre la libertad y el sometimiento, es uno de los más grandes logros de los que viven enamorados. Aquí no cabe la teoría, sólo la práctica. Porque, mientras exista la explotación, el desamparo, el abandono y la ausencia total de solidaridad y amistad entre los seres humanos, los enamorados seguirán siendo el punto de referencia más efectivo, para destacar la verdadera profundidad del amor puesto en práctica. Ese amor capaz de provocar y hacer revoluciones, de transformar el arte y hallar nuevos derroteros para la creación, ese amor que asume la responsabilidad de aplacar la condición de los humillados y ofendidos, es un amor extraño, escaso, a veces raquítico en la sociedad contemporánea, pero existe. Raquítico lo es porque, la mayor parte de la gente está preocupada por los resultados del ejercicio violento del poder. Son estruendosamente antagónicos el amor y el autoritarismo, el amor y la culpa, el amor y las obsesiones, sean éstas provocadas por la riqueza, la carne, o la guerra. En toda la historia militar de la humanidad, cuando se habla de guerra y autoridad, jamás se habla del amor. A veces nos quieren hacer creer que detrás de la guerra de Troya, está el amor. Esto es totalmente falso. Detrás de la guerra de Troya, se oculta una mezquina disputa por el poder y la autoridad. El amor entre Paris y Helena, no ocasiona el conflicto militar. Los enamorados son únicamente la excusa para hacer la guerra[17].
El amor, el amor-pasión, el enamoramiento, es posible solo ahí donde han logrado florecer plenamente la libertad, la espontaneidad y la total erradicación de la culpa y el remordimiento. El erotismo, la sublime presencia del amor aunado al sano funcionamiento de los sentidos, jamás brota cuando la culpa, la máxima expresión del totalitarismo, se encuentra en el vecindario. La culpa esteriliza la espontaneidad, la bloquea, la programa y la convierte en un fardo de tics, manías y rutinas. Por eso el amor y la espontaneidad, siempre estarán por encima de la culpa y el remordimiento. Cuando se ama intensamente, la culpa jamás puede anidar. En este sentido los enamorados jóvenes, nos reiteran el valor de la salud espiritual, cuando el erotismo, la espontaneidad y el amor evolucionan juntos. Es inevitable concluir entonces, que todo enamoramiento tiene raíces anarquistas. Porque todo enamoramiento auténtico ignora el orden, la disciplina, los obstáculos, las limitaciones y el chantaje moral, tan propio de las iglesias. El amor de los jóvenes solo tiene un horizonte, la utopía. Imaginar, la Arcadia de una vida mejor, donde no haya excluidos de ninguna especie, solo es posible, cuando se socializa el enamoramiento. Aún a riesgo de sonar melifluo, dulzón, cursi, el amor joven construye esa Arcadia, todos los días. Una construcción hecha con los besos, el parpadeo y el mal aliento de las parejas entre sí. Cuando hayamos logrado convertir ese redescubrimiento de los pequeños detalles que configuran la existencia del otro, será posible entonces imaginar la amistad posible, es decir, la amistad que permite al otro ser simplemente como le dé la gana.
[1] Historiador costarricense (1952). Columnista huésped de esta revista.
[2] Tomás Ibáñez. La actualidad del anarquismo (Buenos Aires: Utopía Libertaria. 2007)
[3] Emma Goldman. Marriage and Love. En Anarchism and Other Essays (New York: Dover Publications. 1969) Pp. 227 y ss.
[4] Denis de Rougemont. L´Amour et L’Occident (Paris. Libraire Plon. 1978) P. 279.
[5] Diane Ackerman. A Natural History of Love (New York: Randon House. 1994) P. 131.
[6] Piotr Kropotkin. La moral anarquista y otros escritos (Buenos Aires: Utopía libertaria. 2008) P. 57.
[7] En la actualidad vivimos demasiado aislados. El individualismo propietario-esa muralla del individuo contra el Estado-nos ha conducido a un individualismo egoísta en todas nuestras mutuas relaciones. Apenas nos conocemos; no nos encontramos sino ocasionalmente; nuestros puntos de contacto son excesivamente raros. P. A. Kropotkin. Las prisiones (Barcelona: Pequeña Biblioteca Calamus Scriptorius. 1977. Traducción de Eusebio Heras. Presentación de Miguel Morey) P. 52.
[8] Todo repercute en la humanidad. Toda injusticia cometida contra el individuo, es en último término sentida por toda la humanidad. Ibídem. P. 20.
[9] La fraternidad humana y la libertad son los únicos correctivos que hay que oponer a las enfermedades del organismo humano que conducen a lo que se llama crimen. Ibídem. P. 46.
[10] Marcel Proust. En busca del tiempo perdido (Madrid: Alianza. Varios años a partir de 1966. Traducción de Pedro Salinas) 7 vols.
[11] Giuseppe Tomasi de Lampedusa. El gato pardo (Madrid: Aguilar. 1988. Traducción de Ricardo Pochtar).
[12] Stefan Zweig. El mundo de ayer (México: Porrúa. 1983).
[13] Si me propusiera encontrar una fórmula cómoda para la época anterior a la primera guerra mundial, a la época en que me eduqué, creería expresarme del modo más conciso diciendo que fue la edad dorada de la seguridad. Ibídem. P. 1.
[14] Domenico Losurdo. Stalin. Storia e critica di una leggenda nera (Roma: Caricci Editores. 2008) Ediciones El Viejo Topo de España anuncia una traducción para el año 2011. Esta es la defensa más coherente que hemos leído del estalinismo.
[15] Pascal Dibie. Etnologie de la chambre á coucher (Paris: Editions Grasset & Fasquelle. 1987) Pp. 105 y ss.
[16] Piotr Kropotkin (2008). Op. Cit. P. 26.
[17] Robert Graves. La guerra de Troya
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