Muchos me preguntan si está vivo Nicanor Parra. Les digo, como Neruda, la Mistral, Huidobro, De Rokha, G. Rojas, Hahn, Teillier, Lihn y pare de contar. Sólo que atraviesa las noches en Las Cruces con la calavera de Hamlet en el Pacífico chileno, y en un mundo lleno de terror, es el único poeta autorizado para detonar artefactos, poéticos, indudablemente. Parra, me convencí, no cree en la muerte, él la va a enterrar y le recitará su poema de Lázaro, y si aún así no comprenden su 'inmortalidad', la rematará con un epitafio: me gustas cuando callas. Pero ahí está aún, vivito y coleando, hombre de primeras planas, en un país en que la poesía naufraga como una prima dona por la Vega Central, quiere flores señorita, del brazo de un cabo de la comisaría de Renca, huérfana, pálida, enjuta, llena de amores y absolutamente olvidada hasta por los cementerios. Es uno de nuestros grandes mitos en extinción como el desastre de Rancagua, la inmortal gloria del fracaso. A Nicanor, antes de morir, el municipio debiera entregarle las llaves del cementerio para que haga a solas sus arreglos, explique las tardanzas, se comunique con sus colegas, les cuente como está la cosa en tierra firme, y los entere del smog, un oxígeno que los chilenos disfrutan como si ya todos estuvieran enterrados. Un último servicio de poeta sería escribir una Oda al smog y recitarla bajo tierra, porque este es en verdad uno de los grandes vicios del mundo moderno, asfixiarse por cuenta propia. La vos gangosa y más famosa del Chile poético del siglo XX, le acompañaría en un dúo subterráneo: Sucede que me canso de ser hombre. El país podría recoger de la atmósfera el suficiente material para hacer y exportar bombas lacrimógenas, ya que es un exportador neto hasta de lombrices. A globalizar el mercado del smog, una de las tareas de la antipoesía. Nicanor Parra se muere de la risa con Hamlet en Las Cruces. No le teme cruzar el río, dice, al otro lado estará Roberto, su hermano, esperándole con su guitarra, y la Violeta, la viola chilensis, en un canto profundo de dolor y tierra. La vida es un guijarro callado y alegre. Gracias a la vida que me ha dado tanto... El hombre está tocando aún la Cueca más larga de Chile, es un poeta long play. Simplemente un larga duración. Se ha declarado inmortal y no acepta velas, ningún entierro. Del nicho helado donde los hombres te pusieron... El hombre que dijo, entre Huidobro, Neruda y de Rokha, que él no tenía velas en ese entierro, sigue vivo y coleando, pulsando lo cola del Dragón de la poesía. ¿Quién dijo que la poesía estaba en un ataúd lleno de rosas lista para ser enterrada? Sigue creciendo en los viñedos de Parral, en el Valle de Elqui, Cartagena, bajo el smog de Santiago flotan sus raíces, y en Las Cruces, vive con la muerte. Parra, el último retórico
Nicanor Parra es como el bolero, está siempre despidiéndose. El hombre estruja los calcetines de su poesía. Le arranca la propia retórica, un último grito al cisne, y las cenizas del Ave Fénix son parrianas. Upa, chalupa, le dice a la antipoesía. Se retira, pero sigue jugando. Pacta con Las Cruces, pero no con la cruz. Es un nuevo mar silencioso entre sus dos pares: Neruda y Huidobro, un paso a la izquierda y otro más allá, el que primero dieron ellos, los grandes fantasmas de la poesía chilena. Parra es un aventajado de la Capitanía General de Chile. Se conserva como la estrella solitaria. Juega póker con Hamlet, y se distrae con sus monólogos frente a un tablero de ajedrez vacío. Sólo le queda apostar contra sí mismo y que lo hace muy a menudo. Ya no viaja, dice, al parecer gira sobre su propio círculo, cavando un pozo para su nueva retórica, como el taladro sobre el asfalto. Poco visitado, poeta solitario, anacoreta, Parra es su propio bumerang. Ha sido tan parriano como ha podido. Fiel a sus uvas. Hay que conocerlo para saberlo. A los 91 años, cumplidos en septiembre, decidió lanzar, sus obras completas. A la semana siguiente, si aún le queda cuerda, escribirá un Opus para seguir con la leyenda, que puede haber una Obra Gruesa, pero no completa y lo que viene son los tijerales. Parra no sólo es un poeta vivo, sino vivazo. Reencarnado en Rojas Jiménez, Romeo Murgas, Carlos de Rokha, Omar Cáceres, Rubio, se ha propuesto a sobrevivirnos a todos y de seguro nos prepara un antipoema para lanzarnos como uno de sus artefactos, si fuéramos el hombre imaginario. Parra no se compondrá ya a estas alturas. Ni hace falta, dirá. Está aferrado con dientes y muelas como un recién nacido. Su mirada es la de un águila que no cree en la inocencia, ni en las ovejas. Sólo un millón de homenajes después de muerto podría silenciarlo en parte. Una catarata de aplausos como un maremoto. Un alud de discursos en la Sociedad de Escritores de Chile (SECH), a puerta cerrada. Un paseo por las afueras del Pedagógico de la Universidad de Chile, junto a los terribles Plátanos Orientales. Es inmortal el antipoeta. Parra prefiere dar vueltas y vueltas entre paredes blancas con su cuaderno de notas. Le obsesiona, es drogadicto, dice, de la página en blanco. Lo describen como un marciano con sus pantalones verdes. Parra no cree en cementerios y se ríe de la muerte en sus propias barbas. Ya Chile los ha tenido a lo largo y ancho, Norte a Sur, de todos los colores, sabores, dolores, horrores. Fuimos un largo y angosto Cementerio General. En alguna esquina infernal de Chile, en otro sentido, con distintas motivaciones, alejado de toda antipoesía, Augusto Pinochet cuenta sus días. Es el autor de la Cueca del terror más larga de Chile, y que nos perdone el antipoeta. Ese huaso se fue de mano y claveteó el gran ataúd de Chile. Este es Chile, mi hermosa Patria. Parra es otra cosa. Un poeta con más vidas que un gato. No se le ve pasar bajo una escalera desde sus días de infancia en San Fabián de Alico, cuando su hermana Violeta Parra se untaba el delantal con maqui. El antipoeta está en sus plenos cabales en una nueva aventura frente a la página en blanco. Según confesiones propias, hace 19 años no edita, desde que publicó Hojas de Parra , y en cada intento vemos sorprendentemente que intenta apagar el sol con los dedos de una mano. Es Parra en su última retórica, un hueso duro de roer. Nació en Chile, de padre y madre chilenos, y hermanos también. Profesor de Mecánica Racional, con estudios en la Universidad de Chile y en Oxford. Laureado de Sur a Norte, pasando por Madrid, Londres, México y Nueva York. Cuando Mario Benedetti lo entrevistó poco después que le habían otorgado el Premio Nacional de Literatura en su casa de La Reina, en las faldas de la Cordillera de los Andes, el escritor montevideano creyó que Parra se suicidaría en cualquier momento. Nos engañó a todos, más bien cada día nos entrega una fórmula para seguir viviendo. Parra no ha creído en el límite de la imaginación, sí, en el ejercicio, experimento per se en el poema (antipoema). Calcetines guachos es su más reciente intento por decir, nombrar, poner las cosas a su manera en la página en blanco. Ese pan está aùn en el horno. Un Parra para el 2007, disparando los cartuchos de un oráculo que se resiste a quedar ciego. El antipoeta vela las armas de la antipoesía, día y noche, en el blanco mesón de su posada: Nicanor Parra. El antipoeta no está ciego como el Oráculo de Delfos, vela la antipoesía en la noche de su última posada, no deja rastros, no deja huellas, rastrea el poema, enciende una vela a la próxima primavera, oscurece el cuarto lo que del día le queda, no cree en las ventanas y sin embargo las abre a ciega, a ciegas se entrega a algún corazón y se reconoce en el espejo de la hermana muerta. No es profeta, no es carpintero, es un soldador de palabras, recicla en las noches lo que produce su nevera, el poema crece bajo la tierra y nadie ve sus raíces, inmenso sol rojo que sólo la amada reconoce. Un astronauta que no vuela más allá de la parcela del poema, siembra su luna, ciega el trigo negro de su último invierno, el antipoeta nunca llora .
Vivito y parreando en los noventa, poeta (deshojando sus margaritas) La vida lo ha puesto en más de una imprudencia como la de llegar a los 91 vivito y parreando, y nos guiña un ojo con su melena blanca envuelto en cenizas, más clandestino que público, en el sacerdocio de sus días, junto a un pequeño altar donde homenajea la antipoesía y las uvas, fruto de su memoria. Un asmático Parra, que no perdió oxígeno, ni titubeó para llamar las cosas y la poesía por su nombre. Urdió en su casa de La Reina, en las faldas cordilleranas de Santiago, en una pequeña casa de madera, como un Robinson Crusoe, su teoría temeraria de la antipoesía, que tenía sus orígenes en algunos adelantados chilenos, Pesoa Véliz, Huidobro, en el esbozo del futuro gusano parriano. Y no se detuvo. Obsesionado como un científico, buscaba su fórmula, la alquimia de su propio verbo, un lugar común para su oficio de intérprete de las cosas diarias, lo que le ocurre al hombre, a la mujer en sociedad, como individuos, pareja, a este universo golondrina que no hace verano, cuyas baterías de luciérnaga parecieran estar apagándose.
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