Se nos borra el borrador de la ciudad. El eterno soldado de la calle nos pregunta: ¿a dónde vas?
El valle de Santiago es mi caverna desolada.
Punto cero. La mañana ya partió en la indefinición del copulante día. El río Mapocho sabe que atraviesa la muerte en sus aguas achocalatadas, terminales, vencidas, entremezcladas por el ano horizontal de la ciudad. Azucenas fértiles, vírgenes, toda la pasión para estas calles sin olvido olvidadas. Cactus mis amores, los parques, todo se deja casi en un closet.
Junio del 75, ni para atrás, ni para adelante, un balde rojo chorrea la sangre, los excrementos de Santiago.
La ciudad es un membrete pálido, el sello de su último velorio, destino mortal. Este paraíso perdido nos huele a bolitas de alcanfor.
En un Estado de Sitio, ya no tengo lugar.
En manos de la Seguridad, me siento inseguro.
Alto en cualquier calle, significa muerte. Retén, ídem.
Las señales están equivocadas o todo conduce al cementerio.
Leo una vieja revista Para Ti: Libertad está por llegar. Continúo la lectura, y no me hago ilusión: es Libertad Lamarque.
Junio: la ciudad no deja el gris. Le pertenece hasta en sus uniformes. La cordillera blanca eterna pasó a ser invisible. El gris se borra en el gris. Nada es eterno. La montaña creció porque existen las fosas marinas. El vacío crece abajo y se hace más profundo que la altura.
Los muertos cuando van a las fosas comunes, crecen con alas de vuelos largos, sin destinos, atraviesan los inseguros sueños, viajan estos cuerpos brumosos, agolpados, las piernas de la ciudad, sus troncos, manos empuñadas en el Adiós.
Niños que el viento borra en las azoteas grises.
Once puños muertos. 11 ojos que no han vuelto a ver la sombra gris de la ciudad que se reproduce en los mortales pies de la Seguridad Nacional que los camina de Norte a Sur, Este y Oeste.
La cruzan el aliento húmedo de la muerte. Sentía aceitoso el ombligo de la ciudad. El cuerpo desarticulado. Se llena de vísceras el paisaje. Piernas, caras color sandía. Senos de tomates reventados.
La ciudad tenía un cráter por sexo. A todo vapor nacía y moría. La risa de pobre desdentada, en los barrios marginales olía a azufre, manteca rancia, parafina de lunes de invierno.
Al Norte, la risa, el jeans alumbrando el ombligo: la ciudad cuenta con una biografía más elaborada: el perfil del encanto, la belleza, No problem. Jardín de mis días.
El Sur de la ciudad a flor de piel, de muerte, se raja en el cielo del atardecer. Junio es cualquier mes. Cruel, como abril, enero, diciembre. Calendario de crucecitas. Calendario rojo. Calendario sin fecha para los muertos y desaparecidos. Calendario que el tiempo suspendió para una mejor fecha.
Junio 11 del 75, mi día bisiesto en la suerte. La ciudad pisándote los talones. Un puerto de marinos muertos. Ciudad de generales desconocidas. El huerto sin cabezas. Una fecha muere si tú no la recuerdas. O tal vez se estaciona con luces bajas. En el año tanto, suelen decir ellas mismas. Se toman su tiempo en el tiempo. Fechas que no recuerdan ni los muertos.
Sobrevivir a una fecha, ya es un acierto. Fugarse de la fecha, descolgarse del calendario, saltarse el número fatal, a tiempo huir del tiempo que tiene el día, la hora, el minuto exacto en el segundo que viene. Mañana, vuela.
Un número puede ser como un tarro de pintura que alguien lanza en la noche. La esquina amarilla, verde, roja. La ciudad es Zona Roja. Toque de queda. Alto al Alto costo de la vida. Se estira el día por su cuenta y riesgo. Avanza hasta topar con la cordillera. Se lava la cara con el hilo que nace del río Mapocho. Desayuna en La Vega Central. Y el ocaso, atardecer, ronca en Las Rejas camino a Pajaritos. Mi noche ya está en el Sur.
La hoja da vuelta, pero el calendario no. Un elefante pisa Santiago y el asfalto negro derretido me persigue en el día y en la noche me mira por la ventana.
Digo, ahora, me voy.
Alba rota en el sombrero acerado de Santiago, 11 de Junio, Alameda, Pajaritos, Pudahuel, adiós Santiago del Nuevo Extremo.
Santa Fe de Bogotá, la hora del 75 en la fecha nueva. Valle andino, valle de otros caídos. Valla en los valles. Vayámonos todos.
Y después, más allá en los días, el Istmo de Panamá, en la cintura angosta de las Américas. Encrucijada, Norte-Sur, tránsito que las palabras vuelan. Asentado el tiempo en la cintura, el viento húmedo raja la noche tropical, y antes, el Sur, los Andes.
Todos pasaron alguna vez.
Lo que el viaje trae no siempre es regreso. La espera, es un andén interminable. Una lengua larga la nueva tierra. Tres décadas, donde el tiempo asoma.
Nadie escarba más el futuro que el sueño. La memoria trabaja otro cuento. El presente permanece todo el tiempo. Años de dinosaurios rotos. Dragones de ojos rojos, fuego encendido. No fue el Paseo de la Fama, la estrella dorada.
La Diáspora es un viejo remolino, una espiral dormida en ocho en una banca de la plaza pública. El tiempo en la joroba del tiempo, acumulado sobre un antiguo desierto.
La idea fue desde un principio, sobrevivir al Augusto general,
declarado inmortal por El Mercurio de Chile. El Pacífico está helado y se ríe con sus dientes de hiena. El desierto floreará
PD
R G Rolando Gabrielli, salió hace 30 años de Chile. Periodista, poeta, escritor, primo de un general en retiro. El país ya era un Cementerio General. Algunos le llamaban Laboratorio Chile. Viajó por América, escribió miles de artículos sobre los más diversos temas, como Corresponsal Extranjero, Editor, Director, Cronista de su tiempo, free lance y se borró en la geografía, una de sus pasiones, como si fuera una calle de Santiago. escribió poemas, crónicas, cuentos, canciones, dos novelas aún inconclusas. Fue salvajemente plagiado hasta por el silencio. Ingresó anónima y finalmente, a la lista olvidada de los poetas inéditos. En Santiago una calle lleva su nombre con falta de ortografía.
El hierro abre la invisible cerradura.
Alguien que nunca conoceré,
me dice, te amo.
Sigue tú el camino, llave,
sólo quiero sentir la yema de tus dedos,
el secreto que tú me guardas.