Por:
Alvaro Oliva
En el año 1976, cuando nuestro planeta aún era bipolar, se desarrollaron los Juegos Olímpicos de Montreal donde cientos de jóvenes de todo el globo se juntaron a celebrar un encuentro de perfección física, aunque siempre bajo la mirada de los poderes que luchaban en la llamada Guerra Fría. Las distintas disciplinas no sólo eran una sana competencia, sino que también un intento desesperado de Europa Oriental y Estados Unidos por demostrar una codiciada sociedad que se reflejara en el deporte.
Montreal fue el escenario donde desfilaron los humanos fabricados por las mejores escuelas deportivas de las naciones vinculadas a la Unión Soviética. Fue así como en ese período Rumania presentó su mejor carta; una rigurosa y contemplativa adolescente destinada a vociferar, con sus brazos y piernas, los beneficios de un sistema "ideal".
La fórmula se había concretado y ya era hora de que la chica cumpliera con las expectativas que su país le había encomendado desde pequeña. Sólo una palabra podía dirigir su mente y esa era el triunfo, ella era la elegida, su razón de ser era ganar.
Comaneci obtuvo el primer "10" de la historia de la gimnasia. De esta manera, un dócil cuerpo de metro y medio de altura se instaló en medio de un juego de intereses internacionales, que buscaba expresar la supremacía mundial de una de las dos fuerzas en pugna, en un planeta perfectamente dividido . La pesadilla de una confrontación atómica y la vulnerabilidad de una burbuja dominada por dos reyes opuestos, se trasladaba a un encuentro, en el que ambos bloques, abrían sus ocultos cofres desde donde volaban las más hábiles hadas.
Nadia, con su mirada severa y ecuánimes movimientos en la barra, fue la representante que hizo vencer a la tierra de Los Cárpatos, el 18 de Julio de 1976. Así, Comaneci danzó en los aires venciendo a sus pares soviéticas y a las capitalistas. La reclusión en años de práctica hizo posible que Rumania diera finalmente la lección de vanidad que tanto ansiaba.
La muchacha, nacida el 12 de noviembre de 1961, en Onesti, ya deslumbraba a los seis años, tras ser llevada al batallón de los deportistas rumanos. Más tarde, entró con todos los honores a la Alta Escuela de Gimnasia de Bucarest, donde trabajó con el destacado entrenador Bela Karolyi.
Sin duda Montreal fue el punto más alto de su carrera, ya que no sólo obtuvo un "10" en la primera etapa, sino que además logró otras seis máximas puntuaciones que los atónitos jueces otorgaban sin objeciones.
En el año 1980, compitió en las Olimpiadas de Moscú, encuentro que fue boicoteado por Estados Unidos, que argumentaba una supuesta injusticia de la Unión Soviética, que en aquellos años invadía Afganistán.
Sin embargo, antes de los logros de 1980, año en que ganó dos medallas de oro y una de plata, Nadia había pasado por momentos difíciles. En 1977, sus padres se habían separado y un año más tarde era hospitalizada por un supuesto envenenamiento que dio origen a toda clase de rumores sobre las condiciones en que vivían los deportistas de esa parte del mundo.
Con el tiempo su cuerpo perdió los cánones exigidos, por lo que dejó el deporte, a los 22 años, abocándose a entrenar al equipo rumano durante el mando del dictador Ceaucescu, que vigilaba celosamente cada paso que daba. En ese tiempo se especuló sobre una aparente relación entre ella y un hijo del gobernante, no obstante, en 1989, la gimnasta decide marcharse de su país. (Su entrenador Karolyi ya lo había hecho en 1981).
Después de establecerse en Canadá con el rumano Alexandru Stefu, quien muere en un accidente a comienzos de los noventa, se casa en 1996, y se radica en la ciudad de Oklahoma, donde hasta el día de hoy, enseña el don que la hizo el personaje más importante del año 1976.
La época que la vio sobre las barras se ha sometido a una drástica metamorfosis, la dualidad mundial ya no existe y ella respira en un conjunto de estados que aún no logran olvidar el derrumbe de dos torres colmadas de trozos vitales. Ya no hay nada que demostrar, el antiguo y casi pueril temor de una tercera guerra mundial, a escala global, ha sido reemplazado por la no muy lejana posibilidad de un atentado de consecuencias devastadoras, en un tangible campo de batalla articulado por terroristas desequilibrados y por un imperio dominante.
Al parecer las cosas no han mejorado, pero el orgullo de un orden disuelto aún tiene la posibilidad de recordar, más allá de las confrontaciones de los poderes de turno, el deleite de un público que estuvo extático bajo sus pies, en un espacio sereno.