Desde Costa Rica, Rodrigo Quesada Monge 1
Voula era una griega preciosa, compañera de un gigantesco cocinero turco. Ambos eran propietarios de un pequeño restaurante que se ubicaba en el sector oeste de Berlín. Bien conocido por su nombre, Tercer Mundo, el lugar era frecuentado sobre todo por intelectuales decadentes y exiliados que procedían de varias partes de América Latina, Asia y África.
Tuve la suerte de visitarlo por primera vez, cierta noche en que una pareja de amigos, él alemán y ella chilena, me llevó al sitio para que probara la comida turca. Ahí la volví a ver. La había conocido en los pasillos de la Universidad de Berlín, cuando uno de los colegas me la presentó como una de las mejores estudiantes extranjeras en esa casa de estudios. En aquel entonces yo usaba una melena hirsuta y negra, la que cuidaba como si fueran mis ojos. Fue posiblemente eso lo que le llamó la atención, porque la forma extraña y escrutadora con que Voula me revisó de la cabeza a los pies, solo pudiera haber sido atribuida al impacto que mi voluminosa cabellera le produjera. En una ocasión, en el metro, dos alemanas me pidieron un cachito de pelo. Totalmente ebrias, esa madrugada me presté a que las dos bellas muchachas juguetearan con él durante todo el trayecto de regreso a mi departamento.
Pero cuando la conocí, Voula me miró de hito en hito por un buen rato. Luego me di cuenta que había cierta atracción. Sin embargo, la noche que visité su restaurante pude percatarme también de su excelente español, el cual quería practicar conmigo en el momento en que su cocinero turco se lo permitiera.
Cenamos, hablamos de Chile, de América Central, sobre todo de Guatemala, que ella amaba, y de literatura alemana. Sin embargo, cuando menos lo esperábamos, el cocinero turco se nos acercó a la mesa donde departíamos ruidosamente, y se presentó como el dueño del lugar y dueño también, recalcó de forma un tanto lúgubre, de Voula. Nos miramos unos a otros en busca de una respuesta para tal exabrupto, pero el silencio total fue lo mejor que pudimos encontrar en momentos en que todos estábamos motivados por la conversación. La retomamos y nos olvidamos de aquel cocinero descamisado y grosero.
Voula, no obstante, sabía que el exabrupto de su cocinero iba más allá. En el fragor de la jornada, los tragos y el griterío, se me acercó furtivamente y me indicó que la siguiera. Obediente y sumiso, me fui detrás de aquel par de pulposas piernas helénicas. Entre tanto, el cocinero turco gritaba a los meseros y les ordenaba atender lo mejor posible a los clientes que, esa noche, abarrotaban el lugar. Ahí se escuchaba cualquier cantidad de idiomas extranjeros. Aún así, alcanzábamos a decirnos algunas cosas sobre nuestros países, comer, beber y discutir sobre los planes más inmediatos que pensábamos llevar a cabo en Alemania.
Por mi parte, solo tenía en la cabeza la estridente cabellera roja de Voula, sus ojotes castaños, el dulce y seductor español que hablaba, y sus majestuosas piernas. La seguí hasta la bodega de las harinas, donde el turco guardaba parte de las provisiones para el restaurante. Una vez ahí, empezó a desprenderse de sus ropas. Primero sus zapatos, luego su falda, y así siguió hasta que estuvo totalmente como vino al mundo. Me atrapó una extraña mezcla de incertidumbre y deseo, puesto que nunca me había sucedido algo así.
Yo procedí a desnudarme también. Pero cuando iba a despojarme del calzoncillo, ella me detuvo con un gesto de súplica y compasión. Al mismo tiempo tenía en su cara un rictus nervioso y angustiante. Desnuda así como estaba, retiró de la parte de atrás de unos pesados sacos de trigo, una caja cubierta de cuero donde estaban unos cuantos libros en español. El que más llamaba la atención era una edición de El Quijote de 1917. Pidió que me acercara para que lo palpara y lo oliera. Ahí estaban también La Celestina, El Lazarillo de Tormes y una impresión bellísima de Platero y Yo.
Hasta ese momento entendí que la bella griega sólo pretendía una lectura en voz alta de buena literatura española. Pero, ¿por qué en pelotas? Mi desnudez era patética. Flaco, enjuto y melenudo, debí haberle parecido una especie de fakir desamparado y muy mal ubicado en ese momento. Sobre todo cuando mi malicia y machismo latinos eran evidentes por la protuberancia que se notaba entre mis piernas. Ella simplemente encontró fluidez en mi sencilla apariencia para practicar el viejo rito sáfico de la lectura en voz alta, en condiciones de plena desnudez. Sáfico de acuerdo con el más clásico sentido del término, puesto que Voula tenía sus preferencias sexuales claramente definidas. Entre los griegos, la lectura al desnudo y en voz alta era una forma de lograr mejor comunicación con el espíritu de lo leído. El peso de las ropas, decían, era igual al de la mala conciencia y perturbaba la paz y la alegría que traían consigo los libros.
La ridícula situación en que yo estaba se hizo más notoria cuando el turco entró en la bodega, y nos encontró desnudos leyendo a voz en cuello La Celestina. Con gran naturalidad, el hombre buscó un frasco grande de aceitunas, lo encontró y se retiró como si nosotros nunca hubiéramos estado ahí.
Meses después encontré a Voula de nuevo. Nos invitó a cenar, a mi y a la famosa antropóloga peruana de las tetas grandes, la segunda esposa de Jürgen, para proponernos una lectura en pelotas de El Quijote. Simplemente y con tristeza resignada le dije que no. Pero la víspera de mi regreso a Costa Rica, la mujer me buscó en mi departamento, para obsequiarme la edición de 1917 de el caballero de La Mancha.
Nunca le puse un dedo encima; pero con Voula aprendí que, con frecuencia, las personas apostamos intenciones y objetivos distintos en nuestro sentido de la amistad. También entendí que el cocinero turco la poseía por completo y era imposible obtener de ella algo más que un rito sáfico de lectura en voz alta, en la bodega de las aceitunas y las harinas del restaurante Tercer Mundo, ubicado en el sector occidental de Berlín. Yo le regalé mi melena, que ella utilizó para hacerle un peluquín a su turco, puesto que el pobre era más calvo que un aeropuerto. Regresé a Costa Rica con el pelo corto, para contarle a los ticos que había poseído a una bella griega, durante mis estudios en Alemania. Me pregunto cuántos latinos ilusos más habrán caído en la misma trampa.
1 Historiador costarricense (1952), colaborador permanente de esta revista.