Presentación:
Mi
primer contacto con Oscar Farías Assen fue a través
de "Pichanga", "La caña" y "El abuelo".
Tengo que agradecérselo a uno de esos estudiantes cuya amplitud
de criterio nos obligan a los profesores a salirnos de los esquemas
que nos van dejando. En esa oportunidad, A.M. me dijo "Maestro
(calificativo que siempre me ha causado repulsión), lea estos
cuentos y hágale todos los retoques que quiera." ¿Son
tuyos?, repliqué por saber que también tenía
inquietudes literarias. -No, yo trato de escribir poemas. Son de
un buen amigo, que algún día conocerá".
Esa
noche ya en mi lecho tomé los relatos para el intento ritual
de lectura previa al sueño. Empecé con "La Pichanga"
y a pesar de lo simple de su trama (la descripción de un
partido de fútbol entre niños pobres de un barrio
aledaño a la estación de Llay-Llay) , llegué
no sólo despierto a la línea final, sino con la necesidad
de continuar con los otros dos cuentos. Y así lo hice, pasando
de la escena de conflictos infantiles a otra del ambiente bohemio
de seres para quienes sobrevivir cada día es una odisea.
"La
Pichanga", en cierto modo, me condujo a mi infancia de niño
trasplantado del desierto a un cerro porteño, a mis amigos
de entonces, en que cualquiera de ellos pudo haber sido un personaje
del relato.
De
lo que no me cupo duda fue del carácter vivencial (y por
lo mismo vital) de la anécdota y de su lenguaje. Y la impresión
se repitió con "La caña" y también
con "El abuelo".
Por
no haber tenido la oportunidad de vivir la bohemia porteña
bajo ninguna de sus variedades, debí conformarme con la de
ropaje literario a través de Salvador Reyes. ("Valparaíso,
puerto de nostalgias", "Mónica Sanders"),
dejándome siempre la sensación de estereotipos, de
navegantes chilenos o de otros mares con muchos ribetes de maniquíes
y no de seres humanos de carne y hueso. Y lo mismo respecto a los
bohemios propiamente tales, es decir aquellos caracteres que hacen
de los placeres nocturnos un elemento primordial de sus existencias.
En
Manuel Rojas encontré más espontaneidad, más
vida real, aun cuando en sus páginas la bohemia es sólo
tema ocasional ("Hijo de ladrón", "Lanchas
en la bahía". Pero la lectura de esos primeros cuentos
me trajo a la memoria otras más antiguas; me hicieron pensar
en José S. González Vera de "Vidas mínimas"
y "El conventillo". También en "La viuda del
conventillo", de Alberto Romero, aun cuando los personajes
de dichas obras sólo accidentalmente se desplazan por el
puerto....
A.M.
me había insistido en que los "retocara", por lo
que tenía conmigo los implementos necesarios. Sin embargo,
mi aporte se vio limitado a algunas correcciones ortográficas
y una que otra coma o punto ocasionales. La redacción era
inmejorable y de una fluidez extraña para alguien que yo
suponía de educación bastante incompleta. Y aquí
nuevamente acudían las imágenes de nuestros grandes
escritores autodidactos, Manuel Rojas y José Santos González
Vera.
A la clase
siguiente, AM me preguntó si había tenido tiempo de
leer los cuentos. Asentí silenciosamente. ¿Y qué le
parecen? - Mira, me dejaron sin dormir la noche que los leí
y las siguientes. Me han dejado con muchas dudas y me gustaría
encontrar al autor. Desde ya, intuyo que tiene educación
muy irregular, pero una amplia cultura, incluso literaria. (-Sí,
es cierto. No terminó la escuela industrial). Indiscutiblemente
es el protagonista de sus propias historias, de allí la fuerza
vivencial que ellas tienen. (-Sí, así es. Es un hombre
que ha sufrido mucho, pero que también ha gozado la vida
en la medida de sus posibilidades). Tengo la impresión de
que ha estado enfermo, quizás a causa de su afición
bohemia. (Sí, está en tratamiento psiquiátrico
desde hace ya bastante tiempo. Alcoholismo y otros problemas. Ya
está muy recuperado.) No pude impedirme de preguntarle por
sus experiencias de trabajo)
-Ha practicado
muchos oficios desde que fue castigado injustamente, como miles
de chilenos (exonerado en l974; prisionero de guerra en abril de
l975. De sus experiencias como señalero en ferrocarriles
surgió su novela "Por ahí se va a Limache"
(1973). Ahora vende libros de segunda mano en las veredas de la
calle Uruguay... Además, desde niño lee todo lo que
cae en sus manos, principalmente literatura.
La
última respuesta me aclaró también la duda
respecto a su formación literaria desordenada, viva. Su lenguaje
lo había adquirido con el pueblo; su estilo, con grandes
escritores y con otros de menor categoría, no en un manual
de retórica ni en las nebulosidades de teorías de
ciencia literaria.
Algunas
semanas después tuve la ocasión de conocerlo. A pleno
día, en las cercanías de la Plaza O'Higgins, Oscar
Farías, A.M. y yo, instalados en una fuente de soda popular,
agotamos algunas cervezas y refrescos mientras nos conocíamos
mejor. Desde ese entonces, se ha intensificado una amistad respetuosa
con este hombre de pueblo que sueña con cosas tan simples
como tener un techo propio, un trabajo estable y seguro, una compañera
con quien avanzar -acompañados- hacia una muerte que ve muy
lejana. Y mientras tanto, viviendo escribe.
Ahora
Oscar Farías tiene la oportunidad de compartir con lectores
anónimos la vitalidad y la espontaneidad de sus relatos.
En una época en que se tiende a imponer la artificialidad
y en que los valores que caracterizaron la acción de nuestro
pueblo parecen querer ser reemplazados por el materialismo propio
del arribismo social y del economicismo, los cuentos que presentamos
contribuirán a reforzar nuestros valores tradicionales y
las riquezas humanas y culturales de Valparaíso, escenario
de la pasión de Oscar Farías y de sus otros personajes
cercados por la soledad y el alcoholismo, pero siempre "buscando
la felicidad" o yendo "a Placeres (podría ser cualquier
otro cerro) con alegría en el corazón..."
Osvaldo Páez
B.
( Prof.U. de Playa Ancha,
Valparaìso, Chile)
EL PLATO DE POROTOS
Oscar Farías Assen
¿Dónde
estará el caballero que vende peras?, pregunté a un
hombrecito que parecía cuidar el puesto callejero.
-Don
Ramón se está tomando la caña, me respondió
sin inmutarse. Era un hombre que parecía hecho a los inconvenientes,
con una barba rala y un gorro chilote, jersey verde, pantalones
de un color indefinido por el uso y además llevaba alpargatas.
Debía tener unos 50 años y no muy bien llevados, por
cierto.
El hambre
me carcomía el estómago, pues no había tomado
desayuno y ya era hora de almuerzo. El sol, en el cenit, lanzaba
sus rayos sobre las calles polvorientas, donde uno que otro perro
vagabundo levantaba su pata en una esquina cualquiera de la topografía
porteña.
¡Ochenta
pesos el almuerzo!, leo en un letrero. Un hombre me observa, lo
miro y bajo mi cabeza avergonzado, sin saber qué decir. Él,
con más experiencia, me dice en voz alta: "Es caro".
-Así es, respondo con tristeza. Sus ojos negros parpadean
al decir: En el Pasaje Quillota vale de 10 a 15 pesos un plato de
porotos.
Saco
cuentas, parece alcanzar con los escuálidos 50 pesos que
tengo para pasar el día. Miro pasar los minutos con tristeza
y con hambre. De repente se me ocurre una idea genial: ir a buscar
al hombre de las peras yo mismo.
-¿Dónde
está?, le pregunto.- Ahí, me responde, donde vio el
almuerzo a $80.
Encamino
mis pasos por la acera, penetro por un pasillo cuyas paredes de
cemento dan la sensación de humedad. Al final se encuentra
una habitación y un patio bañados por la luz solar.
Veo varios jarros con vino sobre el mostrador. Le pregunto a un
señor de lentes que parece inspirar confianza: ¿ Cuál
es Don Ramón? -Aquél, me dice, sin mirar. Camino unos
pasos y una vez frente a él, le digo con respeto: -¡Me puede
vender un kilo de peras?. -Voy al momento, me dice el hombre, terminando
su caña de vino tinto de dudosa calidad.
Salimos
del lugar y durante el breve trayecto nos intercambiamos frases
y nos observamos recíprocamente, como suelen hacerlo vendedor
y comprador.
-Quiero
diez pesos, le digo apresuradamente. Él, con tranquilidad
extrae un cartucho de papel y deposita en él tres peras :
-Están maduritas, patrón, me dice cortésmente.
Una vez
en camino al Pasaje Quillota, voy devorando las peras. Primero extraigo
una amarilla y dulce, aparentemente. Al primer bocado, noto con
desagrado que está podrida. Una idea me asalta : ¿por qué
me habrá engañado el vendedor? Después decido
terminar de comer la segunda y guardar la tercera de postre.
De pronto,
veo que termina la Avenida Argentina. El comercio ya ha cerrado.
Es la una de la tarde y los escolares irradian las calles con sus
bolsones repletos de libros y sus mentes llenas de ilusiones. Son
las nuevas generaciones, pienso para mis adentros. Doblo frente
a la maletería "El Cóndor", que exhibe sus
mercaderías: bolsones de cuero y artículos para zapateros
remendones (todavía quedan en nuestro país). Luego
me detengo frente a un restauran de aspecto un poco incierto. Llama
mi atención un letrero escrito en una pequeña pizarra:
-
Caña $7.-
-
½ litro $ 14.-
-
Porotos $ 15.
Me alcanza
para un plato de porotos, pienso. Reflexiono sin atreverme a empujar
las puertas de vaivén parecidas a ésas del Oeste,
que curiosamente aparecen en las películas de cow-boy italianas.
Ya decidido,
entro. Un olor a comida y alcohol barato me golpea la nariz. Sorprendido
por el vocerío de los bebedores tempraneros, no acierto a
quién dirigirme. De pronto, un hombre gordo se acerca y me
pregunta: - ¿Qué se le ofrece, señor? - Un plato de
porotos, respondo a media voz. -Por aquí, dice, indicándome
una mesa con mantel plástico, donde hay un plato a medio
consumir. Antes ha hecho desalojar a un bebedor que, después
de consumida su ración de tinto, se había quedado
charlando con unos amigos.
Tomo
asiento y un anciano me saluda: -¿Cómo está, joven?.
-Buenas tardes! -¿Está solo?, le pregunto. -Así me
echó Dios al mundo, responde.
Por fin
llega el plato de mi refrigerio y empiezo a comer. Es una mezcla
de tallarines, donde faltan los porotos, en un caldo terroso.
- ¡Una
Porvenir!, grito para hacerme oír en el bullicio reinante.
El gordo se agita en la mesa de bebedores y aparece con la bebida
y con un vaso no muy higiénico. La recibo sin reclamar y
empiezo a comer lentamente, escogiendo primero el caldo, como es
mi costumbre.
El anciano
me contempla con una mirada medio triste y comenta: -¿Tenía
hambre?
-Así
es, contesto mientras bebo un trago de Porvenir.
-¿Usted
siempre viene aquí?, le pregunto.
- Casi
todos los días, me dice y en sus ojos negros brilla una luz
de satisfacción.
-¿En
qué trabaja?, insisto.
- Soy
jubilado de Seguro. He trabajado de guachimán, de campesino,
en la pampa, etc. La tierra nos da lo necesario para vivir, para
qué queremos más. Hay gente buena y mala...
- ¿Dónde
duerme?, pregunto apresuradamente.
- En
el Ejército de Salvación, responde y se queda un rato
pensativo.
- ¡Que
está buena tu mujer!, balbucea un vecino de mesa.
-¡Ya,
no seas fresco!, responde el hombre afectado.
-¡Son
bromas, no te irás a poner celoso? -Acompaña esta
frase con una risa larga, que es coreada por los presentes.
Mi ocasional
acompañante sigue la escena con curiosidad y creo adivinar
en su mirada la malicia tan propia de nuestro pueblo.
Terminado
mi almuerzo, saco del cartucho de papel la última pera y
se la ofrezco a mi acompañante en señal de cordialidad.
El la mira y me dice: -¡Gracias!, pero no la acepta. Confundido,
no acierto a comprender dónde estuvo mi error.
De pronto
me doy cuenta de que el hombre tiene un brillo de acero en sus ojos.
-¡Yo
no pido nunca nada!, me dice con orgullo mal disimulado. -Todo me
lo gano con mi esfuerzo.
-Perdone
mi atrevimiento, le digo disculpándome.
La sobremesa
se ha alargado por mi curiosidad de conocer a este hombre especial,
que ha dejado en mí un desconcierto casi total. Yo, sin dudas,
estoy fuera de mi medio, pero él, en cambio, se encuentra
como pez en el agua.
Lo observo
largo rato mientras fumo un cigarrillo. -¿Qué edad tiene?
, le pregunto, a lo que me contesta que tiene 71 años. Empiezo
a comprenderlo. Me responde suavemente, como midiendo sus palabras.
- Ya
somos amigos, pienso. -Yo tengo 32 años, le comento.
-Usted
es joven, acota seguramente para levantarme el ánimo.
- No
crea, ya por ahí me tratan de caballero y señor, es
en Chile la persona arriba de 30, que ya es vieja.
- ¡Así
es, hombre!, responde concordando conmigo.
El bullicio
sigue, mientras un televisor anuncia el "Festival de la Una",
ignorado por algunos, más preocupados de sus propias conversaciones
y vivencias que de lo que exhibe la televisión.
Observo
que empieza a irse la hora y pienso que por un mínimo consumo
no tengo derecho a estar ocupando un asiento en este restaurant
tan sui-generis como modesto.
Ya varias
personas han entrado y al ver que las mesas estaban ocupadas, han
optado por retirarse, seguramente malhumoradas por no poder saciar
su hambre y su sed, siempre en aumento.
Me pongo
de pie y ofrezco mi mano al anciano. Éste me extiende la
suya, callosa y morena. Este quijote moderno me mira por última
vez y me dice:
-Hasta
luego, joven, vaya usted por los caminos del Señor.
- Buenas
tardes, señor, le contesto, que le vaya a usted bien.
Me acerco
al mesón y el hombre gordo que me atendió me dice:
¿La cuenta, señor?
-Sí,
respondo. Son $ 30. Le largo una moneda y espero el vuelto. Una
vez que me lo entregan, me dispongo a salir. Sin embargo, un hombre
se me acerca y me dice: -¿Tiene $ 7 pa'una caña, patrón?...
Me encamino
atravesando la calle. Una panadería ya abre sus puertas al
público. Sigo a la Avenida Pedro Montt y me detengo frente
a un kiosco de diarios y le digo a la persona encargada: - Tres
cigarrillos sueltos. - Aquí están. Le pago y me alejo
fumando.
Cine
"Velarde", anuncia un letrero. Es un edificio color crema,
ya desteñido por el tiempo. Es uno de los pocos cines porteños
que tiene galería para las personas de bajos ingresos.
La plaza
O'Higgins ya la he dejado atrás, con su estatua al libertador
del mismo nombre, donde las palomas insolentes dejan caer sobre
sus hombros sus blancos excrementos. El verde follaje de sus árboles
contrasta con el gris de sus baldosas, ya deterioradas por el uso
de los peatones.
Terminando
mi cigarrillo, continúo caminando en dirección al
parque Italia. A esa hora, los buses se parecen a las lanchas fleteras
del muelle Prat, y los autos (taxis) parecen submarinos por su color
negro y amarillo. Estos últimos hacen feroz competencia a
los buses urbanos que van a los distintos cerros de Valparaíso
.
Por fin
llego al parque Italia. Una estatua de la loba con Rómulo
y Remo, los dos mellizos romanos, lo adorna. Tomo asiento bajo sus
altas palmeras y me dedico a mirar a los lustrabotas que ejercen
su oficio en plena vía pública. ¿Serán felices?,
pienso un instante. A tres o cuatro metros aparece un ex-compañero
de negocios. Viste chaqueta negra de castilla, pantalones azules,
aún presentables, y zapatos negros sin lustrar.
Se sienta
a mi lado y me pregunta: -¿Tiene un cigarrillo?
-Compré
sueltos, le digo a modo de excusa por no poder convidarle.
-¿Y a
ti, cómo te ha ido?, le consulto afablemente.
-Más
o menos, gano apenas para pagar la pieza y comer. Ahora ando vendiendo
unas rejillas para el baño, me responde con resignación.
-¿Y has
vendido algunas?, insisto.
-En una
mercería me encargaron algunas. Yo de puro tonto estoy mal,
pues pude ingresar a un seminario para ser sacerdote y no lo hice.
Hoy ya sería cura, agrega con pena.
- ¡Y
tendrías jubilación!, le acoto, viendo que ya está
en edad madura.
-¡Buenas
tardes, tío!., saludan unos muchachos que pasan.
-¿Son
sobrinos tuyos?, le consulto intrigado.
-Sí,
me responde. Salen a buscar trabajo y después no tienen ni
para la micro. Tienen que irse a pie a la casa.
Se queda
pensando un rato y decide irse a acompañar a sus sobrinos,
que se han sentado más allá a charlar, aprovechando
la hermosa tarde invernal. Se aleja con pasos cansados y se sienta
con ellos, seguramente a darles consejos
Yo, por
mi parte, viéndome solo, decido fumar nuevamente viendo pasar
la gente que transita a esa hora, fijándome en los automóviles
que son lavados por típicos aseadores premunidos de balde
y trapo limpio. El agua se escurre hasta el suelo, formando pequeños
charcos en el pavimento. La larga fila de automóviles ocupa
más de una cuadra. Sus dueños deben ser comerciantes
que tienen sus negocios en la alrededores del parque.
Decido
ponerme de pie y encaminarme hacia la calle Yungay, por donde, según
me ha informado un amigo, pasa la micro Central Placeres Nº 2. Esquivando
los charcos de agua, cruzo Pedro Montt. Al lado del cine Metro hay
un puesto manisero que vende dulces, chicles y chocolates a la gente
que entra a la función de la Matiné.
El reloj
del parque marca las 15 hrs. Una nube solitaria va cruzando el cielo
azul, empujada por el viento hacia el mar. Es como mi alma en busca
de la felicidad, reflexiono...
Camino
una cuadra y encuentro la calle Chacabuco, donde se encuentran los
hoteles que han hecho conocidas estas arterias. Es la calle del
amor tarifado, donde se hallan las boites Manila y Checo, un ambiente
mimado para disfrutar hasta altas horas de la madrugada. Los hoteles
de esta calle tienen nombres pintorescos: Royal, Imperio, Pacífico,
etc., etc.
Pensándolo
bien, la calle Chacabuco es como una ciudad dentro de otra. La vida
fluye en ella cuando el puerto se ilumina a la caída del
sol. Es de noche cuando parece cobrar animación cada esquina:
las fuentes de soda y los restaurantes acaparan la atención
de los alegres bebedores.
Media
cuadra más allá, encuentro por fin la calle Yungay,
donde alguna movilización transcurre lentamente. Los porteños
que esperan bus a esta hora no son muchos. El movimiento, como dicen
los choferes, va a la hora de almuerzo y después de las seis
de la tarde. Suelen verse verdaderos racimos humanos en tales ocasiones.
Valparaíso,
puerto enclavado en una bahía hermosa, donde llegan buques
de todas las banderas, es sin duda una ciudad cosmopolita. Eso se
refleja en sus calles que trepan a los cerros, por rutas desconocidas
para los turistas que nos visitan.
A lo lejos
avanza un bus pintado de naranja. Observo el parabrisas y veo que
es el Nº 2. No ha tardado mucho en pasar. Se detiene y los pasajeros
subimos. Cancelo al chofer y busco un asiento desocupado. Voy a
Placeres con alegría en el corazón...