Desde Costa Rica, Rodrigo Quesada Monge 1
Es un lugar común que los ideólogos de la globalización buscan, con vehemencia, meternos a todos en el mismo molde con el que ha sido diseñada la cultura norteamericana, para llamarla de alguna forma que tenga sentido. Y así como resulta tan difícil caracterizar a la supuesta civilización estadounidense, debido al collage mal digerido que ha llegado a ser con los siglos, es igualmente difícil encontrar una coherencia, un sentido, una orientación, en los argumentos de los epígonos de la globalización, debido a que todo se reduce a su simplísima y díscola tesis de que es bueno que todos pensemos, sintamos y actuemos igual. Tanta teoría y tanta discusión instrumental sobre las bondades de la globalización, no es más que mero manoseo de viejas tesis sobre las bondades del capitalismo. Las aspiraciones a la homogenización cultural del planeta son tan antiguas como la misma cultura burguesa.
Ahora bien, como la homogenización cultural supone que nosotros, simples seres humanos de a pie, estemos de acuerdo con que el capitalismo y la cultura burguesa son lo mejor que le ha sucedido a este solitario y desamparado planeta, uno de los ingredientes fundamentales que se nos quiere arrebatar es precisamente nuestra identidad. Con ella se quiere hacer un cóctel en el que se mezclen un poco de liberalismo, un poco de totalitarismo y más de intolerancia, con unos salpicones de guerrerismo e intervencionismo imperialista. La identidad personal y el individualismo dejan de ser, así, un problema que se resuelve en la cotidianidad de cada uno de los miembros de la raza humana, y pasa a ser un tema que es despachado por los defensores y administradores de la riqueza en este mundo.
Así de triste es el futuro si asumimos como nuestros los intereses de ese pequeño grupo de ricos a los que nos hemos referido rápidamente. Pero todavía nos queda el derecho a gritar, como diría el gran escritor cubano Reinaldo Arenas. Con un grito bien sentido es posible rescatar algo esencial en nuestras vidas: la capacidad de individualizar nuestras emociones, la sensación de que nuestra voz todavía nos pertenece, así como nuestro corazón y los pequeños gestos de vitalidad que componen una vida.
Como en el sistema capitalista a uno le permiten gritar cuando le propinan un puntapié, según Arenas, y en el socialismo soviético había que aplaudir, algunos ideólogos de la globalización insisten en querer robarnos hasta el derecho a gritar, es decir, el derecho a que la individualidad se abastezca de sus propios recursos para que los gritos, los besos y los abrazos se posen en el regazo de personas de verdad, y no en entelequias electrónicas. El grito del capitalismo y el aplauso en el viejo socialismo soviético terminan siendo lo mismo cuando nos hemos quedado sin la posibilidad de las alternativas, sin la posibilidad de crear e inventar los recursos que hagan posible la construcción de la individualidad en la más cálida y tierna intimidad que nos brinda la amistad. La globalización quiere robarnos el sentido de la amistad, y reducir las relaciones entre las personas a un mero juego de hechizos digitales, para los cuales el grito y el aplauso de los totalitarismos son lo único que les queda a los tristes y oprimidos habitantes de este planeta.
Está más que visto, la opción se reduce a escoger entre una globalización totalitaria, o a meternos en nuestro pequeño nido para defender lo poco de individualidad que aún nos queda. Sin embargo, el romanticismo, ese conjunto riquísimo de teorías, prácticas y actitudes, que tan noblemente nos heredara el siglo XIX, tiene mucho que decir respecto a este asunto, y propone una vuelta al humanismo que busca reforzar la individualidad, pero también una solidaridad que produzca resultados en el nivel más descuidado por los epígonos de la globalización: nos referimos a las emociones.
El amor, la amistad, la ternura y la solidaridad parecieran ser piezas arqueológicas en un mundo globalizado para el cual únicamente cuentan la razón, la producción, la homogenización acrílica de la cultura y otros desafueros por los que hemos caracterizado durante siglos al sistema capitalista. En una sociedad donde la explotación, la humillación y la vergüenza son para las grandes mayorías, mientras que para algunas selectas minorías son la riqueza, la cultura y el ocio, si les creemos a los románticos alemanes o ingleses del siglo XIX es posible imaginarse, aún en situaciones tan adversas, un lugar donde la individualidad de cada uno sea el medio de producción más efectivo para remontar los espacios de conflictividad entre una persona y otra.
El romanticismo permanece con nosotros porque todavía nos queda una pizca de esperanza, un estertor iluso de que el mundo puede ser mejor y de que los seres humanos tenemos una potencia ilimitada para la producción de una paz sin cortapisas y portadora de múltiples dimensiones. Quien crea que solo la guerra, la destrucción y el hambre son las únicas posibilidades que tenemos, se pone a sí mismo en la posición de defender una muerte donde la herencia cultural carece de contenido ontològico. No se combate al imperialismo en los escenarios donde es más fuerte e imbatible, aquellos donde su culto a la peste, la necrofilia y al más tenebroso pesimismo despliegan toda su fuerza: porque el imperialismo es el mejor sistema con que hoy cuentan los cultores de la muerte.
El romanticismo nos propone combatir el imperialismo en aquellos terrenos donde no tiene ninguna potencia: el de la amistad, la solidaridad, la vida y la construcción de promesas. Pero resulta que el romanticismo también tiene claro que solo con el crecimiento espiritual y moral de los individuos cambia la lógica del egoísmo y se comparte ese renacimiento con quienes más lo necesitan: los desheredados, los deprimidos, los desamorizados y los explotados. El romanticismo es antes que nada una actitud ante la vida, no es simplemente la contemplación insulsa de quien cree que es posible cambiar el mundo con buenos deseos. Hoy sabemos, además, que nunca tuvo nada que ver con los totalitarismos, como algunos pretendieron decir debido a sus escapadas hacia el pasado y a su propensión melancólica.
Las fuertes inclinaciones del romanticismo hacia la nostalgia tienen sentido si pensamos en que sus concepciones de la historia buscan atrapar la verdadera potencia que tiene ésta para hacernos entender el presente. La globalización es básicamente "presentismo". Difícilmente encontraremos a alguno de sus ideólogos razonando o esculpiendo teoría sobre el pasado. El sentido del ayer y del mañana que tiene la globalización reposa, precariamente, en el concepto erróneo de que son inútiles y de que solo sirven para coartar nuestro control del presente. Todo lo cual quiere decir que la globalización es una concepción de la cultura profundamente "ahistòrica" y que nos deja a los seres humanos sin memoria y sin posibilidades de construir nuestro mañana.
De tal forma que, en virtud del resonante fracaso de la posmodernidad para rescatar la modernidad de los países nuevos o en vías de desarrollo, y de la globalización para devolvernos el sentido del presente, puesto que reduce su idea del mismo a lo que podamos consumir (difícilmente encontraremos una propuesta más materialista), el romanticismo emerge en algunos círculos intelectuales, académicos y culturales como la opción más legítima para recuperar nuestra identidad, la cual se nutre de la capacidad que tengamos para darle textura a una cotidianidad que se desarrolla, querámoslo o no, en constante relación con los otros. La inmensa soledad de los individuos en los países desarrollados nada tiene que ver con nosotros, habitantes de los países del futuro, como decía Hegel.
1 Historiador costarricense (1952), colaborador permanente de esta revista.