Santiago de Chile.
Revista Virtual. 

Año 6
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 68
Diciembre 2004


LECCIONES DE DIBUJO


Texto: Carlos Yusti

Siempre me ha intrigado que impulsó al hombre prehistórico a pintar las paredes de las cavernas. Que raro sentimiento lo llevó a horadar las piedras con signos y líneas. Pintar tiene que ver más con ese ojo interior de ser que trata de mirar el mundo con un ritmo distinto.

La pintura comienza por la mirada tanto del pintor como de aquel que concentrado la observa. El hombre de las cavernas dejó su agitada vida y se detuvo a mirar el mundo que le rodeaba, comenzó a descubrir la belleza y el horror de ese espacio que lo habitaba y en el cual se movía. El mundo comenzó por adquirir una acepción alejada del común y que era menester traducir en líneas y colores, en una poética que más que comunicar intentaba fijar el mundo desde la emoción de ese milagro que es mirar.

Allí comenzó todo. Los pintores clásicos flamencos descubrieron el pigmento, pero su aporte decisivo fue la perspectiva. Crear un mundo tridimensional en un plsano fue un momento sublime en eso de pintar cuadros. Por supuesto que esa representación era un burdo engaño, una elaborada ilusión óptica.

Los artistas vanguardistas del siglo XX sintieron que la pintura clásica estaba agotada y que el engaño circense con la perspectiva había durado lo suficiente. Lo cubistas mandaron al diablo la perspectiva. Los fauves se cansaron del tímido empleo del color. Los surrealistas visitaron los espejos y los sueños para luego pintar en el lienzo sus visiones. Los pintores abstractos consideraron que los horrores de la guerra debían pintarse con pinceladas absurdas, con manchas de colores y golpes violentos de color.

En la actualidad el arte ha buscando nuevos derroteros, ha cruzado los limites, se ha mofado del espectador y ha hecho los mil y un malabares estéticos, pero el artista sigue mirando al mundo con ese primigenio asombro que se condensó en la mirada del hombre prehistórico.

Comencé a pintar gracias a un amigo de mi padre. Un maestro de obra de la construcción que encontraba una singular armonía en los planos de casas y edificios. Me enseñó un rupestre procedimiento para dibujar. Tomar el lápiz e ir llevando la línea desde la emoción de aquello que estoy viendo y quiero llevar al papel. Esa primera lección de mirar no me ha abandonó nunca. Comprender los objetos, asimilar sus bordes, metaforizar sus luces, texturas y sombras. Con los años aprendí que es básico convertir la mirada en manos para acariciar y aprehender el mundo y que este se puede perfeccionar a través de la pintura, el dibujo y la escultura.

Esas primeras lecciones de dibujo me sirvieron por muchas razones, pero la principal fue que cambiaron para siempre esa idea estrecha y sin luz que tenía de aquello que me rodeaba. La vida adquirió un matiz distinto y mi existencia se convirtió en una larga mirada reflexiva sobre los hombres y las cosas. Una larga mirada que trata de encontrar la luz y la sombra de eso que nos mueve como seres humanos, de eso que aviva en nosotros esa llama de la duda que nos impulsa a dibujar signos sobre un lienzo o sobre una hoja de papel, que sigue guiando nuestra mano en ese dibujo del mundo que no termina, que se niega a quedar terminado del todo.

Cuando enseño a otros niños a pintor sólo digo: pintar es ver y ver es sentir el brillo del corazón en las pupilas. En estas clases de pintura yo también aprendo y veo mi niñez comiendo helado o sentada a la mesa con aquel maestro de la construcción guiando mi mirada que traza líneas en una hoja. Con los niños comprendo que pintar es tener una idea equivocada del mundo, que el mundo nunca es un garabato torcido, sino un garabato sentido desde la mirada y esto me permite comprender la fascinación primera de aquel hombre metido en una cueva, y en compañía de una antorcha, dibujando y sintiendo el mundo con todo los nervios y todos los sueños.



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