Desde Chile:
Mauricio Otero*
Un
helor recorre entero. Es su fuego muerto, su rosa de labios invisibles.
El mundo obscuro. Mi propio ser reencarnando en su ceguez lúcida.
Caos, alucinación, antítesis lingual, atmósferas
desconcertantes, de quien nos mira desde el mundo de los sueños,
desde lo denso, lo informe, del otro lado de las cosas, de otra ley,
desde el magma lento del thanatos, sin embargo volcado, volcándose;
quebrando las leyes tras lo desconocido, vamos, y en ello radica la
búsqueda de nuevos mundos. Y Díaz-Casanueva,
fue tras los secretos, le mordieron las sombras el pecho, su fuego negro.
En el mundo de las sombras, él, supo ver, aun a desconcierto,
mas hondamente, en las cenizas, en los espejos volteados, en lo terrible.
Este poeta filósofo, este buceador tenebroso y lento, este vate
de sueños pesados, tanto como los ojos translúcidos, buscó
siempre las verdades intrínsecas, más allá, este
poeta de la más alta metafísica, desentrañó
gran parte del mundo, o desmundo, o antimundo. Un Lautréamont,
un pájaro quemado que incendiaba más allá de De
Rokha y Del Valle, de quien fue fraterno. Este discípulo de Heidegger,
esta estrella cayendo, con las retinas rotas, fue Humberto Díaz-Casanueva,
nuestro más ‘hermético’ bardo, nuestro iniciado,
nuestra lengua esotérica, aun cuando germana o mundial, este
genio chileno, de los umbrales, fue él, merecedor, -como así
mismo afirmó y con justicia- del Nóbel. La muerte no hizo
sino llevarlo por esa rueda de noche temblando que se desprende de la
carroza del sueño, allá, ahí, donde las campanas
oscuras ocultan soplos de todos los tiempos. Este cuarzo vipelino, está
seguramente en esos mundos intuidos o construidos por la lengua en la
contrafaz amarga de nuestro universo.
Luz
negra, antígenis, sentido mismo en las ascuas de la vida. Túnel,
la cámara mortuoria adonde nos conduce este vigía interior.
Buzo ciego. Sueño, muerte, sino, incomprensibilidad del ser,
estupor, gemido, dolor, desdoblamiento, acoso de sombras, mudez, delito
de la luz, sin sentido ‘sentido’.
Ruedas de humo,
desmembración violenta, desintegración y traslación
del verbo, antífrasis, alternan con estatuas de sangre, con fracturas
de pájaros vivos, como si lo bello fuera maligno y lo perverso
no fuera sino luciferino, luz y ser, luz y (otra) fe, viscosidades,
asfixia, temblor sordo, de profundis clamando sin entrega, ‘jobeando’,
inquiriendo e interrogándose, mas no juzgándose, pues
el poeta sabe que tras la convocación de lo oculto, de la Sombra,
reverdece el mismo Rostro herido, en lácteas llagas humeantes,
en soles negros, ciegos, en sed de padecer, demencia ser, abismos de
serpientes, puentes de evaporados vinos, el envés, tenebrae.
El blasfemo coronado, aquel vertiginoso, entre la alucinación
que no logra enloquecer en delirios no ser, aludiendo a los ritos, a
lo primordial, y por ello, críptico, negro caballo de hielo,
noche muerta sobre la madre en soledad en medio del mar, a golpes de
muro, como criaturas prisioneras, mordientes, execrantes y sabiéndose
a sí mismas condenadas al sin sentido quizá presentido,
entrevisto en paraguas de vahos, en soles clavados a la luna, oliendo
muerte. Coraje en ‘denunciar’ o enunciar lo innombrable,
con una lengua que -como en Beckett- rumbo a peor, a lo que no es dado
nombrar, a la epiglosis, epifanía de la muerte y la existencia
cuestionada. Pues quien interroga, arde en la sombra del sueño.
Es el sol. Y se quema.
*Poeta,
escritor y dramaturgo chileno.