UNA HISTORIA EN VERSIÓN
LIBRE
Hay historias que corren la suerte
de ser contadas. Existen las que deberían pasar inadvertidas pero
se cobijan al amparo de la literatura, y hay las que nunca deber ser mencionadas.
Estas últimas, sin embargo, por su naturaleza y por ser opuestas
a las historias de éxito que abundan por doquier, adquieren un cierto
valor que les otorga la clandestinidad, el ser portadoras de situaciones
que por su contenido merecen, o deben merecer la suerte del silencio o,
en su defecto, el impío valor del anonimato. Esta narración,
por tanto, supone la extracción de algunos recuerdos que se han
agazapado al discurrir el tiempo, alejada de todos los pertrechos que la
memoria coloca en aquellos apartados de su amplio recinto.
Los pormenores deben ser omitidos
a favor de las circunstancias, pues sería ocioso intentar describir
las situaciones que dieron lugar a los hechos que habré de describir
en lo sucesivo, en la inteligencia de que cualquier parecido o coincidencia,
en tiempo y lugar, con algunas personas o hechos, deberán ser atribuidos
a la casualidad o algunas situaciones fortuitas.
Mi relación personal con
la protagonista de la historia es uno de los primeros misterios que escapan
a mi comprensión, ya que Purificación, una mujer que irradiaba
de luz a la luna, solía comunicarse conmigo a través de los
sueños, o para decirlo con más propiedad, se me aparecía
en mitad de la noche sin poder yo diferenciar si se trataba de un sueño
o si era la pura realidad. Llegaba siempre sin previo aviso, y en contadas
ocasiones se dirigió a mí de manera directa, es decir, casi
nunca me miraba a los ojos mientras articulaba las palabras que salían
a borbotones de su boca. No me permitía hablar. Era una aparición
dominante, difícil de localizar en los complicados mecanismos de
la mente, como si se tratara de un buen sueño venido a menos, quizás
una suerte de pesadilla pero sin que mediara el terror o la angustia.
Al paso del tiempo, me acostumbré
a verla llegar en los momentos más insospechados del sueño.
Sus apariciones no eran cíclicas ni obedecían a determinadas
circunstancias; puedo decir que llegaba a su arbitrio, obedeciendo tal
vez algún designio que ella distaba mucho de conocer, pues en ocasiones
la sentí como enfadada y particularmente ausente. Nunca, además,
llegó cuando la requería. En algunas ocasiones la invoqué
desde mi lecho insomne, pero jamás acudió a esos llamados,
lo cual me llevó a la conclusión de que sólo se aparecía
cuando me encontraba dormido, por lo que deduje que Purificación
era tan sólo un sueño que requería unirse a otros
sueños para cobrar vida.
Había algo de irreverente
en esas visitas nocturnas, una especie de complicidad entre lo real y lo
ficticio que terminaba por atormentar a la razón; pero esa sensación
un tanto indescifrable de transitar por lo desconocido le añadía
un toque de misterio que hacía empequeñecer los tormentos
del intelecto, como si todo fuera producto de algo que podía ser
paliado por la cordura. Y así, en medio de esos encuentros que se
perdían por los derroteros que suelen tomar los sueños, transcurrieron
varios meses, quizás años, y todo empezó a tomar visos
de normalidad.
Me era ya tan familiar Purificación
que me resultaba imprescindible para poder despertar. En sus noches de
ausencia, las más de las veces, no me alcanzaba la mañana
para retornar al mundo de los despiertos, con todos los estropicios que
ello suponía. Y a pesar de saber que la frecuencia de su aparición
era por demás irregular, determiné que su etérea presencia
tendría que eternizarse a toda costa. Así, en aquellas jornadas
oníricas que presagiaban un final indeterminado, la puntual fascinación
que sentía por ella se fue por los linderos de lo plenamente incierto.
Empecé por idealizarla,
dándole la categoría de musa, quizás incorpórea
pero lo suficientemente sólida como para poder marcar la brecha
entre la imaginación y el deseo, tarea que me resultó fácil
puesto que Purificación se había insertado en mi ser como
una presa en su proyectil. Y conforme los sueños se fueron alineando
en su dirección, la osadía de enamorarme de ella violó
los preceptos de los buenos soñadores, cuya ensoñación
jamás debe ser alcanzada por la realidad. Por eso, cuando ella se
materializó, tocó la puerta que separaba mi recámara
del mundo y me confesó que era yo quien vivía perennemente
en sus sueños, y que había tenido que valerse de la mitología
del amor, la abandoné a costa de mi suerte, sin acaso haber tenido
la precaución de escudriñar en los sueños de ella
para encontrar el fiel de la balanza. Una historia así, en verdad,
no merece ser contada, sólo que por algunas sinrazones que afloran
cuando hurgamos en la veracidad de algunas historias que dicen tener el
color de la certeza, me permití esta breve debilidad cuya autenticidad
está en sus manos...
HUMBERTO YANNINI MEJENES