Santiago de Chile. Revista Virtual. 
Año 4
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 46
Diciembre de 2002

SAN MARTÍN
CON OCHO NORTE

Por: Marisol Ortiz Elfeldt

- Las mujeres se hacen demasiadas expectativas - la voz de un hombre suspiró. Se encontraba en la mesa de al lado. El humo de su cigarrillo se desvaneció en el aire mientras ella se sonrió por lo bajo. Estaba entretenida con la conversación que dos, al parecer compañeros de trabajo, tenían junto a sendas copas altas de boca ancha con finos cristales de sal que contenían esa mezcla acuosa de tequila y jugo de limón. Los había observado desde hacía un rato, al mismo tiempo que tenía vista a la mampara de vidrio que daba a la calle y por donde, en cualquier momento, llegaría quién esperaba. Se habían citado en ese lugar, cerca de la oficina de ella, lejos de la de él. Ella sabía que demoraría, por eso ya había pedido su margarita y picoteaba de un pequeño pocillo con nachos que untaba de cuando en cuando en otro recipiente que contenía una salsa a base de cebolla y tomate picado finito. Miró a su alrededor, la mayoría de las mesas estaban llenas de hombres y mujeres conversando, se sentía un parloteo como murmullo a veces interrumpido por el estruendo de algunas carcajadas varoniles. Volvió su mirada a los dos hombres de la mesa contigua. Tendrían entre cuarenta a cuarenta y cinco años. Uno era bastante alto, de grandes y expresivos ojos castaños, pelo muy corto y facha de acontecido por la vida. Su amiga sicóloga lo describiría así. El otro, más bajo, de ojos celestes, alguna vez habrá sido rubio pero ahora era más bien canoso y algo pelado, lo miraba con cara de lata, pero parecía buen amigo y lo escuchaba. Sus ojos claros saltaban de mesa en mesa, curiosos, escrutando cada mujer que se levantaba, se iba o entraba. Según fuera la niña, la seguía hasta darse vuelta, le hacía una sonrisa que parecía zalamera o la miraba fijamente en un obvio afán de ser notado. Algunas le devolvían la sonrisa. Otras, las más, pasaban sin acusar recibo. Ella sorbió un trago de la copa y mascó ruidosamente otro nacho. Repasó una vez más su agenda, botando papelitos, boletas y tickets del metro. Esas cosas que se hacen cuando se espera, cuando no se quiere sentir la soledad del que no está acompañado, sobretodo en un lugar como éste, del que no sabe qué hacer con su tiempo porque está, en el fondo, al compás del otro, de aquel que todavía no llega y puede llegar en cualquier momento. Donde más vale no empezar nada que pueda consumir mucho tiempo porque probablemente se verá interrumpido por la llegada de aquel a quién se espera. Y qué tedioso cuando se llega a donde a uno la esperan y el otro está hablando por teléfono u ocupado en algo que requiere de su atención, esa que se necesita para recibir al esperado, y cambia la situación y entonces uno tiene que esperar, hacer como que no importa, no te preocupes y tal vez comenzar a revisar la chequera o sacar papelitos de los bolsillos y todo aquello que la persona que esperaba ya realizó para después saludarse bien, con un beso, tal vez hasta un abrazo, sonreír feliz de haberse encontrado finalmente, distender los músculos, sacarse el abrigo, pedir algo para tomar, no sin antes chequear qué está tomando el que ha estado esperando. Por lo tanto, mejor ocuparse de nimiedades que no importen realmente, cosa que cuando llegue la persona esperada, se pueda dejar de hacer rápidamente y sin problemas lo que se está haciendo y recibirla con la actitud y la expresión de acogida de quien sabe que ha esperado. Sabe también que apagaría el celular si no fuera porque él la puede llamar para decirle que está más retrasado de lo que pensaba, o tal vez que algo de último momento se presentó (ojalá que no) o incluso preguntarle bien si era ahí donde se iban a juntar porque a veces uno se olvida o se confunde y cree que era el otro lugar, el de al lado o el de más allá. Por eso, y sólo por eso ella tiene el teléfono sobre la mesa, a mano, porque no vaya a ser cosa que con el bullicio ella no lo escuche si lo tiene en su cartera, esa que ahora está en su falda porque hurga dentro de ella para ordenarla y así pasar el tiempo mientras él llega. Esa cartera que guarda no sólo cosas importantes, como la billetera de cuero que le regalaran para el cumpleaños, los documentos que dicen quién es porque tal vez si así no fuera la gente que le consulta no sabría que ella es ella sólo porque lo dice, no le creerían cuando extiende la tarjeta dorada del banco para pagar en la tienda o entrega un cheque en la farmacia. Sus documentos, signo de pertenencia a la sociedad, son la prueba infalible de que ella existe para ser multada, aceptada o denegada dependiendo de la situación. Sin esa cédula plástica de feos colores y horrible fotografía ella no podría votar en las elecciones ni girar de sus fondos bancarios. No sabrían que ella es ella. Sin la otra que es parecida,  no podría tomar esas llaves que suenan en la cartera y conducir el auto que está estacionado afuera, que la lleva de su casa a la oficina, o a la consulta del médico, o a la casa de sus padres, o a la de alguna amiga. Si ella no tuviera ese documento, un policía la detendría y ella no podría explicarle que sabe manejar hace muchos años, que tiene vasta experiencia, que no ha tenido accidente alguno. No serviría. El necesitaría ver la licencia para aceptar su palabra. Esa cartera también almacena parte de su rostro. En un pequeño estuche está el rubor de sus mejillas junto al color de sus labios, al abrirlo ella que está afuera también está adentro, pero sólo una porción de su faz, seccionada según el interés y la necesidad así ella puede sacar una pestaña de su ojo o ponerle brillo a su sonrisa y delinear su mirada. La que observa. La que vuelve a introducirse en la cartera para deleitarse con el encuentro de su pasado. El programa del ballet del Teatro Municipal que fue a ver la semana anterior le recuerda la música de Mendelsohn, los pasos de Titania en el mundo de las hadas, un "fouetté en tournnant" en medio de una escenografía de bosque encantado, de hojas que caen, de magia. (su palabra favorita). Una boleta de un café de Concepción, donde fue invitada a realizar su última charla, la traslada a la lluvia del sur en la que caminó durante más de una hora dejando que la empapara por completo, sintiendo el olor a limpio, a transparencia, un efluvio purificado de aire diáfano que acariciaba su pecho por dentro y las gotas ligeras como rocío que masajeaban su rostro. Recordó las palabras que cruzó con la señora que vendía esas avellanas crujientes, que sacaba de su canasto de mimbre midiendo la porción con un cacho de buey, en una esquina frente a una gran multitienda. Pudo sentir su sabor singular que le sabía a leña seca. La voz del hombre con facha de acontecido sentado en la mesa vecina se deslizó entre las avellanas y la lluvia arrancándola de esa ciudad sureña para depositarla en el ahora, para devolverla a la espera, para que no se olvide y se escape en voladuras ociosas, para participarle sus pensamientos aunque ella no esté en su mesa, ni lo conozca ni sepa nada de su vida. Esa voz se entromete en sus oídos casi a la fuerza.

-..puchas, le cociné, tomamos un buen Syrah, todo rico, tú sabes, lo necesario para un primer encuentro después de haber salido varias semanas.ella me parecía tan cálida, se mostró tan abierta.no tengo reparos.Al día siguiente la fui a dejar hasta su casa, vive lejísimo de la mía, besos de nos vemos después.ella tenía que viajar por el día al norte y no he sabido más.quedé de encontrarme ayer con ella en el ICQ y no estaba. no contesta mis llamados.no cacho, compadre.- sus dedos tocaban distraídos la copa enfocando su mirada directamente a su compañero de mesa para luego bajarla y posarla en la copa y volver la vista a un lado, al vacío, a la gente, a la nada o tal vez a la esperanza de encontrarla entre esos rostros variados o en el aire, en una imagen holeográfica dibujada entre el pilar de madera con espejos flanqueados por barras de bronce y algún cuadro con una marca de cerveza y la puerta de entrada que batía sus puertas con gente que iba y venía. Incluso, en momentos, creía verla y su corazón se sobresaltaba con la cabellera suelta de la morena que recién entraba, para cuando ya fijada la imagen darse cuenta que no era ella. Eran sus ojos los que comandados por sus deseos la veían ya en cualquier rostro anguloso y de nariz recta que se cruzara. Casi como si hubiera insertado en su cerebro una tarjeta de búsqueda con las características de ella. Automáticamente sus ojos se posaban en la que coincidía y en cada oportunidad  su propio sistema la descartaba. Su mente se transformó de pronto en una máquina de procesamiento de imágenes donde la respuesta a la búsqueda siempre terminaba siendo negativa. Sujeto no encontrado. Pero no contento con esto, la buscó en otro lugar, en un lugar que está reservado especialmente para no olvidar lo que no está, y acudió a la Memoria.  Ese espacio que almacena todo, incluso aquello que nosotros ni recordamos para recordar. Ese punto al que acudimos para volver a vivir lo que alguna vez hemos vivido, para regocijarnos en el recuerdo, evocar rostros perdidos, sentir la presencia de aquella que, para él, no es habida. Tal vez incluso para intentar buscar explicaciones de su ausencia en lo dicho o lo no dicho, en aquello que se hizo o no se hizo,  y llenar la cabeza de suposiciones. Malditas suposiciones que en general no sirven para nada, sólo para entorpecer la vida, la alegría de disfrutar el momento. entonces él mueve su cabeza con un movimiento brusco, como quién siente que le cae una araña y se la sacude. Se pasa la mano ordenando su cabello y de paso sus ideas. Toma un sorbo de la copa que tiene en frente. Su amigo mira una rubia de minifalda de cuero burdeo.

Ella no quiere mirar el reloj pero es inevitable. Ha pasado tiempo. Sabe que se va a demorar, su oficina queda lejos de acá. Repasa mentalmente la conversación de la mañana y concluye que está en el lugar correcto y a la hora acordada. La hora del happy hour, que en realidad es más de una hora y por el precio de uno, se pueden tomar dos. O sea que bebo dos margaritas y es como si me hubiera tomado uno y así puedo salir creyendo que sólo me tomé tres, cuando en realidad fueron seis. Esta idea se le tiene que haber ocurrido a algún creativo bueno para el trago. Pero acertó, porque todos, después de la oficina quieren pasar por esta hora feliz para bajar el stress, para no pensar, para reírse un rato, para jugar a que estamos todos en Candyland. Cuando él dijo la hora feliz, ella sabía que era muy difícil que llegara puntual, pero no se lo señaló.

- .me importa saber que si alguien se da el tiempo, las ganas y también el esfuerzo de darme el espacio para que de a poco me abra y sea yo misma, eso es valorado. No todos lo hacen, la verdad es que muy pocos.- una voz femenina llamó su atención. En el otro costado hacia la barra estaban cuatro mujeres jóvenes a fines de los treinta con sus copas sobre la mesa de madera sin mantel. Además de los nachos en pocillos que traían al pedir algo de beber, una tabla con varias delikatessen se había posado triunfante en el centro. La que había hablado recién, encendió un cigarrillo con la notoria molestia de la que estaba más próxima. Pensó nuevamente en el tiempo, en lo que decía la mujer de la mesa cercana, abrirse al otro, valorar y ser valorada. Sin poder evitarlo las palabras del grupo de mujeres sorteaban cualquier obstáculo para llegar hasta ella.

-.lo que sucede es que de alguna manera nuestras reflexiones, la necesidad de profundizar y entender las relaciones que tenemos ya sea con otros o con nosotras mismas, es para algunos estar llenas de rollos. Creo que es  importante darnos cuenta de cómo sentimos, lo que sentimos y porqué. Así es más fácil conocer e identificar nuestras emociones, y eso significa poder comunicarnos mejor, que es el gran problema de este milenio, ¿o no?. En nuestra sociedad no nos enseñan esto, incluso muchas veces al contrario, debemos esconder nuestros sentimientos y cuántas veces nos perdemos en relaciones y situaciones de las que no tuvimos idea qué pasó. La intuición juega un papel poderoso en este tema. A muchos les asusta el ver esto en otros, tienen miedo de ellos mismos, de saber más de sus propios sentires y darse cuenta de su pequeño mundo de velos y algodones, en el que probablemente se encuentren incómodamente cómodos pero protegidos al fin y al cabo. Les revelamos en el fondo, nuestra condición de salmones, de nadadores contra la corriente. A veces tenemos la necesidad de esta intranquilidad con el objeto de vivir  la vida plenamente, de saber de ella cada día más .

Se detuvo en estas últimas palabras. Algo se introdujo dentro de ella pero no acusó recibo, sólo sintió sus dedos rozar el pie de la copa de vidrio, fijó la vista en ese azul transparente y se sumergió en la mirada de él, dulce, acariciadora, de la que  no quería salir. Era como si estuviera enganchada, atada, cosida a esa mirada que la absorbía, la atravesaba, la sujetaba, ahondaba en su alma y la dejaba desprovista de cuerpo, de lugar, de pertenencia. Nada existía sino esa profundidad azul que le llenaba completamente todos los espacios.  Miró nuevamente hacia la puerta. Se sintió inadecuada. Estos no eran sus lugares. La espera es permanecer en un sitio adonde se cree que ha de ir alguna persona o ha de ocurrir alguna cosa; detenerse en el obrar hasta que suceda algo; tener la esperanza de conseguir lo que se desea. Pensó que se había convertido desde la llamada de la mañana en una esperadora, (o tal vez desde el principio de su vida) porque se espera desde que se sabe del encuentro. A partir de ese momento se entra en la condición de esperadora y la espera ya se estaba saliendo de su cabeza, traspasaba sus poros y lentamente goteaba sobre la mesa. Pero mientras esperaba ella escuchaba. Escuchaba las voces de las mujeres, la conversación de los dos amigos, el sonido de copas y risas, mezcladas con la música que acompaña, o pretende acompañar. Sintió un escalofrío, no por el clima, sino por su falta de costumbre. No solía salir a los pubs muy seguido, prefería su casa, su sillón, su ambiente, su música. Sorbió otro poco de su margarita, haciéndolo durar para tomarse el próximo con aquel que llegaría, ojalá dentro de poco.

-. al final del día estás tú y sólo tú con tus experiencias, tus recuerdos, tus errores y tus aciertos, con tus decisiones y tus arrepentimientos, si los hay, y por sobretodo con lo que cada día vas descubriendo de ti misma.

No alcanzó a escuchar más porque una gran carcajada del rubio bajito de la mesa de al lado interrumpió el aire. Intentó retomar el hilo pero ya la conexión estaba cortada. Las mujeres, todas atentas a la que hablaba, brindaban colocando en alto sus copas  sonriendo con alegría. Sus ojos enfocaron la puerta de entrada y se quedaron ahí más de un momento hasta que sintió la vista desenfocada. Pestañeó para aclararla y de repente se sintió sola, absolutamente sola. Miró las otras mesas repletas de gente, las menos de a dos. Ella era la única que no estaba acompañada y comenzó a reconocer algunas miradas que la delataban como la solitaria del lugar, pero más que eso, todos la reconocían como la que esperaba. Eso la hizo sentir algo incómoda no habiendo motivo, se dijo. Todos esperan alguna vez y más de una vez. Algunos esperan lo que saben que va a llegar, como un bus o una micro o cambiar un cheque en la ventanilla de un banco. Otros esperan un milagro, que es bastante más difícil pero como dicen, no imposible. Penélope esperó en vano, sentada en el andén con sus zapatitos de tacón. Ante este pensamiento se miró los botines, no tenían tacón, por suerte. Pero ella tampoco estaba en un andén. O tal vez sí. El pocillo con nachos estaba vacío y su copa casi. Suspiró hondo y miró el celular. Su primera intención fue llamarlo. Su mirada se posó en el aire, en el vacío, en la duda. pero luego con algo parecido a una decisión que más se acercaba al atreverse marcó rápidamente el número, ese número que se sabía de memoria donde fuera, que tenía la magia de comunicarla con su voz, esa voz que provenía de él, de esa boca que tantas veces ha besado y mordido, sonrió, con una sonrisa casi avergonzada de esas que colocan la cara roja como cuando la han pillado a uno en una mentira cuando era pequeña. Hasta sintió el rubor en sus mejillas. El teléfono devolvía la inanimada voz de la grabación de un celular apagado. Volvió a intentarlo, con la esperanza típica de la próxima vez, esa esperanza que no se pierde, poniendo extremo cuidado en que fuera el número correcto, revisando la pantalla, ya., ahora Send. Pulsó la tecla. Apagado. Apagado como sus gritos sordos de apúrate o por qué no llegas. Toda esta gente me ve sola y lo terrible es que me siento abandonada. Lo peor es que la gente te vea llamar y no hablar, sobretodo cuando estás sola en un lugar como éste porque saben que estás esperando y saben que no ha llegado, saben que lo estás ubicando y saben que no lo lograste. Es importante darnos cuenta y saber como sentimos, qué y por qué. Miedo. Eso es. Miedo. Miedo a que no llegue, a que él no recuerde la cita o a que haya cambiado de opinión. El miedo proviene de la mente, se construye. Ella lo había construido de experiencias anteriores. Sí, también con él. En más de una ocasión no llegó, pero aún así saca afuera el miedo, le habla y el miedo se va. No muy lejos, va a quedarse a corta distancia por si ella lo necesitara de nuevo. Ella no lo quiere necesitar pero eso el miedo no lo sabe. Lo ve irse a otra mesa, a la del lado, no a la de las mujeres, a la de los hombres. La mesera se acerca y le ofrece otro margarita. Ella asiente con la cabeza y ve como la chica peinada con una cola de caballo en un gesto despreocupado como diciéndole que no le importa que esté sola, que a ella no le pagan por que le preocupe cuantas personas haya en la mesa, coloca otros dos pocillos llenos uno de nachos y otro de la salsita de tomate y cebolla picada finita retirando los ya vacíos. La ve caminar hacia el bar con la bandeja en un brazo, toma varias copas iguales y como al pasar le deja una sobre la mesa. Dos por uno, ese es el lema así es que sobre la cubierta de madera oscura ella observa dos copas, una vacía, la otra llena. El rubio de la mesa de al lado la contempla. Ella sostiene la mirada, lo suficiente para reparar dentro de él y advertir su soledad. Adivina un hombre de gran sensibilidad, de pensamiento profundo, probablemente de una genial creatividad. Puede sentir sus pensamientos como maquinarias a velocidades distintas, lo imagina divagando por caminos errantes que sólo ante él aparecen, examinando cuidadosamente todo aquello que le llama la atención como un niño que se sorprende por primera vez, investigando las razones de sus suposiciones y descubrimientos.  Intuye su profesión. Su frente le señala una gran capacidad intelectual, un hombre interesante, un creador de atmósferas, un artista, pero en su actuar se muestra perdido. Algo enturbia la transparencia de sus ojos. Ella siente como su corazón, a la distancia, lo acoge. Podría amarlo, piensa, mientras lo desviste de su traje de emperador. El amigo levanta la mano para llamar la atención de la mesera. Lo ve gesticular pidiéndole dos margaritas más. Sus ojos se vuelven a encontrar. Celestes y castaños. El se siente descubierto y desvía la mirada hacia una mujer trigueña que pasa por su lado y ella puede ver su disfraz de seductor casi como un desdoblamiento rompiendo su más íntima esencia, como un acorde desafinado.

Mira nuevamente el reloj, falta poco para que termine la hora feliz, que ha sido todo lo contrario, piensa, y ante este pensamiento su tristeza hace una mueca parecida a una  desilusión corta y aceptada. Es increíble lo largo que se hace el tiempo cuando se espera. La espera la tiene atrapada en esa silla de madera oscura, que ya debe serle molesta, atándola al transcurrir del tiempo, en un enlace que la suspende en el espacio y la hace vagar por conversaciones ajenas, en el sonar de las copas, en los recuerdos. De pronto ve aparecer en la puerta de  vidrio la delgada y alta silueta que se recorta contra el fondo oscuro de la noche. Las luces del bar brillan en su pelo nórdico y sus ojos azules la buscan entre el gentío. La espera la envuelve con un manto cálido y le dan ganas de estirarse como gato en la ventana al sol. El sigue buscándola con la mirada sin todavía encontrarla. El rubio de la mesa de al lado observa el cambio en su semblante, sigue la línea de sus ojos hasta el hombre alto en la puerta de entrada. Es otro el sujeto de su contento, no su ser seductor. La incertidumbre de su llegada desaparece para dar paso a la alegría del encuentro. Ante este hecho, la espera lentamente se levanta de la silla y desatándose con suavidad de la mujer en la que había permanecido, se dirigió hacia la puerta de salida. Pasó junto a él, rozándolo con sutileza para que la sintiera. Sus ojos azules seguían en la misma dirección (hacia los castaños de ella) y en su rostro se esbozaba una cálida sonrisa. Ella levanta su mano para hacerle una seña, esa seña que se hace para decir aquí estoy, te he esperado, qué rico que llegaste. El se acerca, e inclinando su cuerpo la besa, primero en la mejilla, luego sonríe y lo hace suavemente en sus labios. La que ha salido, la que en ella residía mientras el tiempo duraba, suspiró pacíficamente al percibir su labor cumplida y antes de emprender el rumbo, dio media vuelta encontrándose de frente a la mampara de vidrio que la separaba del mundo tibio y alegre del bar en donde momentos antes habitaba en la mujer de ojos castaños.  Su vista se detuvo en la mesa donde estaba ella, y con ella aquél a quién había esperado. Ella también miró al mismo tiempo y se encontró con los de la espera.  Esta sonrió y a paso rápido se alejó en la oscuridad de la noche hacia un joven en el que ya anidaba en la esquina de San Martín con Ocho Norte.

 

 

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