Santiago de Chile. Revista Virtual.  Año 4

Número 44 Octubre de 2002

Columnista a cargo: Ricardo Enrique Castro

Desde Argentina: Luciano Carlos Cavido 2002

Cada vez que me sumerjo en el vaivén del canto de la mar, las gaviotas recelan mi suerte y me ignoran la existencia. Rechazando paradójicamente que soy yo; quien refresca y guía sus aleteos a través de ese desierto salado, quien reta (aunque en vano) al horizonte alcanzarlo algún día, quien le da el mayor significado a su condición, quien le otorga el más infinito de los caminos. Y nada me entristece tanto como la ruptura de ese complemento maravilloso, que los peces vivos y muertos me quitan al distraer y alegrar sus picos y estómagos, conviertiéndolas en sus buitres blancos.

Desde muy pequeñas me tienen. Quizás como un juguete más, invisible entre su plumaje y su dorso ceniciento. Pero siempre me han tenido. Sus chillidos, desapacibles para algunos, son para mí una halagadora compañía. Si, digo halagadora, porque ese sonido le da a mi rol la valentía que necesita para lograr su verdadero propósito: la libertad plena. Pero el caso se centra en la inmensa soledad que me percibe desde cualquier punto en donde reposa mi mirada. Y ese reposo solamente es la falsa representación de mi huracanado cansancio. Puesto que muchas veces me siento un fantasma que se asusta de sí mismo y no logra asustar a nadie. El mundo es para mí un inmenso Canterville, la tela de un pintor futurista que mis antiguos ojos aún ven blanca,* el abrigo que me impide tocar y ser tocado, eso es el mundo para mí. Hay en mí incontrolables deseos de robar sus alas. Porque volar sin alas es como ver sin los ojos, como existir sin el cuerpo, como soplar sin los labios...

Seguido siento ganas de suicidarme, pero me es imposible. Terriblemente siempre seré parte de la vida.- 

*Parodia sobre un fragmento del cuento " Utopía de un hombre cansado" de Jorge Luis Borges.