Santiago de Chile.
Revista Virtual. 

Año 4
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 39
Mayo de 2002

¿DEBO RECHAZAR MI CENA
PORQUE NO ENTIENDO COMPLETAMENTE EL PROCESO DE DIGESTIÓN?

Por:iaIr menachem

¿En qué medida son mi propia naturaleza estas tinieblas que me me acogen, frías y mimosas, en la nocturnidad dominical de la tormenta? ¿Hay acaso un idayvuelta -o sólo ida, o sólo vuelta- en la expresión de la lluvia solipsista que me golpea la barba y la gabardina -¡kyrie eleison!- cuando camino las calles desiertas de la ciudad que se desnuda allende puertas y ventanas, allende el hermetismo de quienes nada tienen que hacer en el dominio del público abandono, de quienes tienen la luz encendida y algo de ruido y alguna risa de niño y algún llanto, y apuros y desvelos y ollas humeantes y baños de fragancia incierta y, sobre todo, por todos lados mucho color?

"Pasión coyuntural y amor eterno", me dije diciendo otras cosas, esas otras veces. Llegas y estás y después desapareces, y pasan quince años como quien no quiere la cosa y transitas las calles solas tras quince minutos de bullicio ensordecedor que te sabe a delicia, como a delicia sabe un parque de juegos infantiles al anciano habituado al olor a moho. Demasiado lineal la metáfora para ser tal. No aguantarías más que esos quince minutos con facilidad; en seguida saldrías en busca de tu rincón, del silencio, del recogimiento, de la miseria que traficas en el alma de una a otra sensación, de lluvia en lluvia y de flash en flash. Gimme one reason to stay here. ¿Sigue tratándose de hormonas, o cejan éstas en su avance conquistador un metro antes de la valla que atraviesas para hallar el espejo iracundo y dolorido, que te muestra repentinamente viejo y achacoso, amasando un tabaco indeciso entre los dedos?

Para cualquiera es demasiado el infinito. Que nadie te reciba por delante ni te corra por detrás, que no haya mojones a la vera de la ruta, que el cielo se desplome hecho río, y río improvisado sean las calles que bogas de botas negras, de ropas negras, de sensación negrísima de puro duelo por todo ex-futuro que, inadvertidamente, descargó este presente en que experiencia y conocimiento adquirido se trocan en trampa mortal, como aquélla en la que cae el libro cuando reposa dos siglos en una biblioteca sin que nadie corte sus páginas al menos. ¿Quién se es, Hermano Sigmund? ¿El de arriba, el de abajo o el del medio? Hablaba de cuestiones de ciencia Galileo cuando decía "la autoridad de mil no vale lo que el humilde razonamiento de un sólo individuo"... La experiencia de una vida, ¿valdrá lo que un sólo instante de plena luz? "Lo último que se sabe es por dónde empezar", le respondía casi contemporáneo Blaise Pascal.

Arribo a un palacio oscuro, la llave de cuya puerta me cuelga del cinturón. De magia o de puro alboroto, ensueño la bienvenida. Las voces que me aguardan son voces de silencio; chisporrotean los fuegos fatuos como si hubiera programado serpentinas y cañitas voladoras para activarse a mi regreso, pero no tienen emoción. Recuerdo haber visto alguna vez a un niño que se tiraba del tobogán y lloraba de miedo hasta que llegaba abajo, miraba para todos lados, corría a subirse otra vez, y se tiraba y lloraba y miraba, y habiéndose subido se volvía a tirar. Pienso que debe haber abandonado el tobogán el día que dejó de hacerlo llorar. Uno oscila siempre entre esos extremos. A veces, tengo miedo de dejar de llorar al entrar a mi guarida, donde la anestesia es inorgánica, como un guardiacivil o una página web sin vínculo alguno para decirle nada a nadie. Otras, se hace tan hiriente la mezcla de lluvia y llanto rojo, macro y microcosmos derramándose sobre la insensibilidad del mismo suelo, que clamo por un espejo cobrizo; entro y despliego colecciones sepia que guardan huella de sentimientos ajenos, que el anciano achacoso sorbe ávido como el aura de los niños sorbían las brujas de Harlem truchas de la película que pasan todos los años en Halloween en todos los canales de cable.

Desarraigado de la miopía positivista, creí siempre, contra Comte, que sólo percibimos lo que ya hemos concebido: "sólo vemos lo que conocemos", encarnando por un instante a Goethe. La calle desierta guarda así un sinfin de símbolos cuando mis pies no hollan su dureza al pasar, cuando la lluvia que me moja basta para un viaje allende esa íntima sequedad que me despierta de ojos oscuros y sed. "La casualidad favorece a las mentes entrenadas", decía Pasteur (y vamos por más). Ametrallame que me gusta. El azar dispone lo mismo que a todos, pero el alma curtida, la mente entrenada, descubren alimento donde nada se ve de común. Como quien sólo conoce pocilgas de fastfood, morirá de hambre en un bosque que guarda el mejor alimento en sus entrañas, porque no lo advertirá. Así, como el maná del desierto, la misma vida sabrá distinto a cada quien.

¿En qué medida son mi propia naturaleza estas tinieblas que me me acogen, frías y mimosas, en la nocturnidad dominical de la tormenta? Señor, señor, sí, usted: ¿está oscuro?, dígame usted: ¿ahora llueve? ¿Es una boca de beso, de sexo, un terremoto o un túnel del averno, eso que raja la tierra? Enciendo un cigarrillo sólo por el rojo de la lumbre. La prisa se retuerce en el piso, desconsolada. Se escuchó noséquécosa dice la radio, canción celta, por el King's Concert. Me persigue Whitehead a los gritos: "Hace falta una mente muy poco corriente para acometer el análisis de lo obvio". Tres teléfonos que no suenan, cuatro computadoras apagadas, como las cuatro hornallas, el horno, la estufa, los cuatro ventiladores, el calefón. El hielo innecesario retiene encendida la heladera.

"Usted cree en un Dios que juega a los dados, y yo, en la ley y el orden absolutos en un mundo que existe objetivamente, y el cual, de forma insensatamente especulativa, estoy tratando de comprender", le escribió Einstein a Max Born. Una misma herencia nos apaña, nos sostiene y nos condena. Que alrededor todo se caiga a pedazos, se parece a la oscuridad de mi cuadra, al olor vacío de mi guarida, a este silencio en que me descubro por horas o días, y que combate mi biblioteca mientras la radio arrecia sólo para llamarme a recuperar ese silencio, flashthrough, recuperar la añoranza del aroma de una cocción cualquiera en una olla para varios comensales, aferrarme a la desazón para hacerle creer a alguien que no me he salido de los límites tras los que la náusea se impone a la comunicación y uno somatiza solo, en hermetismo autista aún si no parase de hablar, y ya no queda más símbolo que compartir en vida tan fijamente otra, cuando el instante de uno dura quillones de veces más que el promedio, y los colores no tienen nombre entre los demás.

Camino, sentado, la ruta futura del recuerdo. Kyrie Eleison. No importan tanto los hechos como desde dónde piensas sobre ellos, quién eres cuando actúas a su respecto. Importa saber si lloro porque me tiro del tobogán, o porque tengo miedo a caer, o si sucede que no me tiraré más la primera vez que el tobogán no merezca mi llanto (y si será bueno o malo haber dejado de llorar). O si lloro por la sangre en las rodillas sucias, que -ya sé- sería lo más sano. Buscando dónde se aferra el otro extremo de la cuerda. "¿Debo rechazar mi cena porque no entiendo completamente el proceso de digestión?". Wilfred Batten Lewis Trotter, revuélvete en el recuerdo: ¿de qué te sirvió esa cena.



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