Por:iaIr menachem
¿En
qué medida son mi propia naturaleza estas tinieblas que me me acogen,
frías y mimosas, en la nocturnidad dominical de la tormenta? ¿Hay acaso
un idayvuelta -o sólo ida, o sólo vuelta- en la expresión de la lluvia
solipsista que me golpea la barba y la gabardina -¡kyrie eleison!- cuando
camino las calles desiertas de la ciudad que se desnuda allende puertas
y ventanas, allende el hermetismo de quienes nada tienen que hacer en
el dominio del público abandono, de quienes tienen la luz encendida
y algo de ruido y alguna risa de niño y algún llanto, y apuros y desvelos
y ollas humeantes y baños de fragancia incierta y, sobre todo, por todos
lados mucho color?
"Pasión
coyuntural y amor eterno", me dije diciendo otras cosas, esas otras
veces. Llegas y estás y después desapareces, y pasan quince años como
quien no quiere la cosa y transitas las calles solas tras quince minutos
de bullicio ensordecedor que te sabe a delicia, como a delicia sabe
un parque de juegos infantiles al anciano habituado al olor a moho.
Demasiado lineal la metáfora para ser tal. No aguantarías más que esos
quince minutos con facilidad; en seguida saldrías en busca de tu rincón,
del silencio, del recogimiento, de la miseria que traficas en el alma
de una a otra sensación, de lluvia en lluvia y de flash en flash. Gimme one reason to stay here. ¿Sigue tratándose de hormonas, o cejan éstas en su avance
conquistador un metro antes de la valla que atraviesas para hallar el
espejo iracundo y dolorido, que te muestra repentinamente viejo y achacoso,
amasando un tabaco indeciso entre los dedos?
Para
cualquiera es demasiado el infinito. Que nadie te reciba por delante
ni te corra por detrás, que no haya mojones a la vera de la ruta, que
el cielo se desplome hecho río, y río improvisado sean las calles que
bogas de botas negras, de ropas negras, de sensación negrísima de puro
duelo por todo ex-futuro que, inadvertidamente, descargó este presente
en que experiencia y conocimiento adquirido se trocan en trampa mortal,
como aquélla en la que cae el libro cuando reposa dos siglos en una
biblioteca sin que nadie corte sus páginas al menos. ¿Quién se es, Hermano
Sigmund? ¿El de arriba, el de abajo o el del medio? Hablaba de cuestiones
de ciencia Galileo cuando decía "la autoridad de mil no vale lo
que el humilde razonamiento de un sólo individuo"... La experiencia
de una vida, ¿valdrá lo que un sólo instante de plena luz? "Lo
último que se sabe es por dónde empezar", le respondía casi contemporáneo
Blaise Pascal.
Arribo
a un palacio oscuro, la llave de cuya puerta me cuelga del cinturón.
De magia o de puro alboroto, ensueño la bienvenida. Las voces que me
aguardan son voces de silencio; chisporrotean los fuegos fatuos como
si hubiera programado serpentinas y cañitas voladoras para activarse
a mi regreso, pero no tienen emoción. Recuerdo haber visto alguna vez
a un niño que se tiraba del tobogán y lloraba de miedo hasta que llegaba
abajo, miraba para todos lados, corría a subirse otra vez, y se tiraba
y lloraba y miraba, y habiéndose subido se volvía a tirar. Pienso que
debe haber abandonado el tobogán el día que dejó de hacerlo llorar.
Uno oscila siempre entre esos extremos. A veces, tengo miedo de dejar
de llorar al entrar a mi guarida, donde la anestesia es inorgánica,
como un guardiacivil o una página web sin vínculo alguno para decirle
nada a nadie. Otras, se hace tan hiriente la mezcla de lluvia y llanto
rojo, macro y microcosmos derramándose sobre la insensibilidad del mismo
suelo, que clamo por un espejo cobrizo; entro y despliego colecciones
sepia que guardan huella de sentimientos ajenos, que el anciano achacoso
sorbe ávido como el aura de los niños sorbían las brujas de Harlem truchas
de la película que pasan todos los años en Halloween en todos los canales
de cable.
Desarraigado
de la miopía positivista, creí siempre, contra Comte, que sólo percibimos
lo que ya hemos concebido: "sólo vemos lo que conocemos",
encarnando por un instante a Goethe. La calle desierta guarda así un
sinfin de símbolos cuando mis pies no hollan su dureza al pasar, cuando
la lluvia que me moja basta para un viaje allende esa íntima sequedad
que me despierta de ojos oscuros y sed. "La casualidad favorece
a las mentes entrenadas", decía Pasteur (y vamos por más). Ametrallame
que me gusta. El azar dispone lo mismo que a todos, pero el alma curtida,
la mente entrenada, descubren alimento donde nada se ve de común. Como
quien sólo conoce pocilgas de fastfood, morirá de hambre en un bosque
que guarda el mejor alimento en sus entrañas, porque no lo advertirá.
Así, como el maná del desierto, la misma vida sabrá distinto a cada
quien.
¿En
qué medida son mi propia naturaleza estas tinieblas que me me acogen,
frías y mimosas, en la nocturnidad dominical de la tormenta? Señor,
señor, sí, usted: ¿está oscuro?, dígame usted: ¿ahora llueve? ¿Es una
boca de beso, de sexo, un terremoto o un túnel del averno, eso que raja
la tierra? Enciendo un cigarrillo sólo por el rojo de la lumbre. La
prisa se retuerce en el piso, desconsolada. Se escuchó noséquécosa dice
la radio, canción celta, por el King's Concert. Me persigue Whitehead
a los gritos: "Hace falta una mente muy poco corriente para acometer
el análisis de lo obvio". Tres teléfonos que no suenan, cuatro
computadoras apagadas, como las cuatro hornallas, el horno, la estufa,
los cuatro ventiladores, el calefón. El hielo innecesario retiene encendida
la heladera.
"Usted
cree en un Dios que juega a los dados, y yo, en la ley y el orden absolutos
en un mundo que existe objetivamente, y el cual, de forma insensatamente
especulativa, estoy tratando de comprender", le escribió Einstein
a Max Born. Una misma herencia nos apaña, nos sostiene y nos condena.
Que alrededor todo se caiga a pedazos, se parece a la oscuridad de mi
cuadra, al olor vacío de mi guarida, a este silencio en que me descubro
por horas o días, y que combate mi biblioteca mientras la radio arrecia
sólo para llamarme a recuperar ese silencio, flashthrough, recuperar
la añoranza del aroma de una cocción cualquiera en una olla para varios
comensales, aferrarme a la desazón para hacerle creer a alguien que
no me he salido de los límites tras los que la náusea se impone a la
comunicación y uno somatiza solo, en hermetismo autista aún si no parase
de hablar, y ya no queda más símbolo que compartir en vida tan fijamente
otra, cuando el instante de uno dura quillones de veces más que el promedio,
y los colores no tienen nombre entre los demás.
Camino,
sentado, la ruta futura del recuerdo. Kyrie Eleison. No importan tanto
los hechos como desde dónde piensas sobre ellos, quién eres cuando actúas
a su respecto. Importa saber si lloro porque me tiro del tobogán, o
porque tengo miedo a caer, o si sucede que no me tiraré más la primera
vez que el tobogán no merezca mi llanto (y si será bueno o malo haber
dejado de llorar). O si lloro por la sangre en las rodillas sucias,
que -ya sé- sería lo más sano. Buscando dónde se aferra el otro extremo
de la cuerda. "¿Debo rechazar mi cena porque no entiendo completamente
el proceso de digestión?". Wilfred Batten Lewis Trotter, revuélvete
en el recuerdo: ¿de qué te sirvió esa cena.